Definición de alardear
El verbo alardear alude a realizar alarde (pompa, ostentación). Quien alardea, de este modo, se vanagloria de o por algo. Por ejemplo: “No quiero alardear, pero el jefe me felicitó por mi proyecto”, “Sin alardear, el experimentado delantero repasó sus logros y consideró que merece una oportunidad en el equipo”, “¿Puedes dejar de alardear? Después de todo, no has hecho nada tan importante…”.
Supongamos que el presidente de un país aspira a ser reelecto en su cargo. En el cierre de la campaña electoral, ofrece un discurso ante miles de seguidores: “En mis cuatro años de gestión, hemos construido catorce hospitales y sesenta escuelas. Además conseguimos reducir la tasa de desempleo hasta el 3% y logramos establecer importantes acuerdos comerciales con socios extranjeros. La deuda externa, por otra parte, ya es historia: le hemos pagado a todos los acreedores”. Al escuchar el discurso, muchas personas pueden considerar que el presidente se dedicó a alardear de sus logros para seducir a los votantes.
El hecho de alardear suele verse como un acto egocéntrico o presuntuoso. Un joven empresario puede alardear de su fortuna circulando en automóviles de lujo, fotografiándose en su mansión e invitando a los periodistas a que lo acompañen a recorrer el mundo en viajes de placer. Para la mayoría de la gente, estas conductas son condenables desde un punto de vista ético.
Una actitud de este tipo no sólo es considerada negativa, sino que genera respuestas también negativas. Una de las razones más comunes de esta repercusión es la envidia: si no hacemos otra cosa que alardear de nuestros logros y pertenencias, es bastante probable que más de una persona se sienta mal por no tener todo eso, que crea estar en inferioridad de condiciones, y que por eso decida hacernos daño de manera directa o indirecta.
En este sentido, podemos decir que el término alardear es sinónimo de ostentar de forma engreída, justamente otras palabras que describen comportamientos negativos y difíciles de asimilar por quienes los presencian o los reciben. Esto no significa que debamos considerar la envidia como un sentimiento aceptable o justificable; por el contrario, estamos ante un caso de dos actos reprobables, uno que deriva en el otro.
Retomando el ejemplo del político, vemos que el acto de alardear no tiene los mismos matices negativos que en el del joven empresario, aunque en ambos casos el proceder sea cuestionable: el primero pretende manipular a los ciudadanos con datos estadísticos que no siempre reflejan la realidad, para obtener sus votos, en lugar de centrarse en lo que verdaderamente pretende hacer si es reelecto; el segundo, por su parte, muestra a los demás sus lujos en vez de presentarse como es en realidad, de dar a conocer su persona, y entonces recibe odio y envidia.
Quien ha alcanzado diversos logros pero no alardea, es un sujeto humilde. Un cantante que vende millones de discos y llena estadios en todo el mundo, al ser consultado por la prensa sobre su éxito, puede limitarse a agradecer a los fanáticos y resaltar la importancia de su equipo de trabajo.
Es importante señalar que siempre es posible evitar los alardes y optar por la humildad, aunque nos tiente el deseo de que todos sepan cuán bien hemos hecho las cosas, cuánto hemos cosechado en la vida o qué objetos de valor hemos comprado.
Así como es necesario contemplar la existencia del miedo para definir la valentía, quizás también deberíamos aceptar nuestra tendencia a la ostentación para valorar la decisión de no hacerlo: ante un incendio, alguien que arriesga su vida para salvar a otro es valiente en cuanto enfrente su miedo a morir entre las llamas; del mismo modo, podemos hablar de humildad en la medida en que surja como resultado de una lucha interna contra la necesidad de alardear.