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14 Cuentos de Terror Inventados para Niños [Cortos]


Los cuentos de terror para niños son historias que explotan los principales miedos de linfancia para intentar enseñar una lección. El componente pedagógico de los cuentos, apela a explorar la sensibilidad especial de los niños y su capacidad de asombro.

Es usual que estos cuentos formen parte de fiestas o campamentos infantiles que pretendan ofrecer un toque diferente a la velada. Edgar Allan Poe, Emilia Pardo Bazán y Bram Stoker, son algunos de los autores clásicos que exploraron con éxito este género literario.

En el caso de los niños, conviene que las historias de terror ofrezcan un final que no les produzca luego pesadillas y que dejen claro el mensaje lo que se pretende transmitir.

Índice del artículo

Lista de cuentos infantiles de terror inventados

La excursión

En una excursión escolar, iba Daniel muy inquieto porque no era el sitio al que quería ir. Él habría preferido la playa, pero en vez de eso, estaba en un autobús rumbo a un pueblo sin mucho que ofrecer.

El camino era pedregoso y todos saltaban al son del autobús. Ya Daniel estaba mareado hasta que al fin, divisaron la entrada al pueblo.

“Bienv nidos”, rezaba un letrero estropeado que colgaba en uno de los lados de un viejo arco que parecía a punto de caer.

Daniel sintió escalofríos solo al entrar por lo lúgubre del panorama.

Pudo ver una larga calle totalmente sola y bordeada por casas abandonadas en las que solo se distinguía una línea horizontal roja a mitad de las paredes.

El paisaje era como de una película en blanco y negro porque nada allí tenía color, salvo la línea que atravesaba las paredes.

El autobús se detuvo frente a lo que parecía haber sido una plaza central en algún momento.

De acuerdo con el relato de los guías, se trataba de las ruinas de una antigua zona industrial. De hecho, después de la calle de la entrada, se divisaban ruinas de edificios.

Una de las torres llamó la atención de Daniel, porque parecía la más antigua del lugar y, sin embargo, se podía ver una luz intermitente a través de una de sus ventanas.

Mientras todos se dirigieron a la antigua iglesia, Daniel se separó del grupo para inspeccionar el edificio y descubrir el origen de la luz.

Se adentró en un laberinto de pasillos y escaleras. Era un lugar sucio, maloliente y oscuro, pero a Daniel le ganaba la curiosidad.

Fue esa curiosidad la que lo llevó a alcanzar la habitación de la que salía la luz, casi en el último piso del edificio.

Se encontró frente a una puerta entreabierta. Lograba ver el reflejo de la luz y ahora podía oír un tic tac como de reloj.

– Hay algo o alguien allí adentro- pensó Daniel y sintió en su cuello un soplo extraño, como si alguien intentara susurrarle algo a su oído.

Se armó de valor y abrió la puerta. No había nada. Dio unos pasos al interior de la habitación y la puerta se cerró tras él.

En ese momento todo cambió.

En la ventana había un niño asomado gritando y pidiendo ayuda, y en un rincón un hombrecillo se reía mientras apagaba y prendía una lámpara.

Cuando la lámpara estaba encendida era cuando se veía el reloj cucú que colgaba de la pared y cuyas agujas se habían parado.

También era ese instante de luz el que dejaba ver el rostro envejecido del hombrecillo, con unos pocos dientes amarillos y enormes garras en sus manos, pies descalzos y harapiento atuendo.

Daniel sintió que le faltaba la respiración e intentó gritar del susto pero su voz no le salió.

En ese momento, el chico que gritaba antes en la ventana miró hacia él y corrió en su dirección pidiéndole ayuda.

– Ayúdame. Sácame de aquí – decía el niño atropellando las palabras–. No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero no había visto a nadie más. Sácame de aquí.

Pero Daniel no reaccionaba. Entonces el niño le dio una bofetada para hacerlo volver en sí.

Daniel despertó de un salto. Estaba de nuevo en el autobús, pero esta vez ya iban de regreso a la escuela. Afortunadamente, solo había sido una pesadilla.

La cama de gusanos

Esa tarde, el sol brillaba en el cielo azul sobre el parque.

Nadia se columpiaba y desde allí observaba las copas de los altos árboles, al subir; y la arena del parque, al bajar.

Le encantaba columpiarse, sentir la brisa entre sus cabellos y sentir que podía volar.

Al cabo de un rato, se fue a casa porque ya estaba oscureciendo. Al llegar, notó que no había nadie allí, pero que la puerta estaba sin candado.

Entró llamando a su mamá pero nadie respondió. Vio algunas cosas fuera de lugar y sintió miedo. Siguió gritando ¡mamá!, pero nadie respondía.

Empezó a buscar en todos los rincones de la casa: la cocina, la sala, el patio, los baños y nada. Cuando llegó a la puerta del cuarto de su madre, notó un olor extraño. Era como si hubieran vaciado un enorme cubo de tierra cerca de ella.

Pero lo peor estaba por venir: al mover la manecilla sintió algo viscoso en su mano y soltó un grito mientras abría la puerta para descubrir que todo en aquella habitación estaba lleno de ¡gusanos!.

Nadia vio con horror cómo las paredes y la cama de sus padres parecía una gran piscina de gusanos enormes y rosados.

Del susto se desmayó.

Al despertarse, no había mejorado la situación. Ahora los gusanos estaban por todas partes de su cuerpo. Incluso en su cara. Luchó para no gritar por temor a que su boca se llenara de gusanos.

Como pudo, se levantó, se sacudió los gusanos y salió corriendo hacia la calle.

Chocó de frente con su madre, quien tuvo que abrazarla para calmarla.

– Cama. Cuarto- se esforzaba por decir Nadia, pero su madre la interrumpió.

– Tranquila amor. Se lo que viste. Yo también los vi y salí a buscar ayuda para fumigar. Por eso no me encontraste en casa. Ya están aquí para sacarlos. Lamento que te hayas asustado.

Entonces, Nadia se calmó y esperó en casa de su vecina junto con su mamá hasta que limpiaran la habitación.

El misterio de las personas con grandes colmillos (Juan Ortiz)

“¡Muchacho, arregla el hueco en el techo!”, José nunca olvidará aquellas palabras de su abuela. De hecho, al recordarlas, se ríe, aunque también suele temblar de miedo esperando que jamás se repita lo que vivió en esos sombríos días.

José había roto el techo de la habitación de su abuela con una pelota de béisbol. Él practicaba cerca de casa con sus amigos, Andrés le lanzó la bola y él la golpeó con muchas fuerzas. Fue tan duro el batazo que dio, que la bola se elevó un kilómetro y dejó un hoyo de un metro de diámetro en la habitación de su abuela al caer.

La pobre abuela salió asustada y preguntó: “¿Quién fue!”, todos señalaron a José y salieron huyendo para evitar el regaño. El castigo fue enorme, pero José no hacía más que reír. “¡Muchacho, arregla el hueco en el techo!”, le dijo su abuela por cinco días seguidos, pero siempre se le presentaba algo.

Justo cuando decidió cumplir con su abuela, pasó algo que jamás pensó que podría sucederle a alguien cercano. Andrés, su mejor amigo, se le acercó, lo tomó del brazo y lo llevó a su casa. Se escondieron detrás de un mueble, y en voz baja, su amigo le dijo:

—Observa bien lo que hacen mis padres, míralos detalladamente. Pero no te asomes mucho, no dejes que te vean.

—Está bien, lo haré —respondió José.

Allí estuvieron una hora escondidos espiando a los padres de Andrés. José no daba crédito a lo que veía. Ellos estaban pálidos, no tenían expresiones en el rostro y sus miradas estaban perdidas. Lo más raro era que, sin haber frío, llevaban bufandas, y además se les podía ver unos grandes colmillos sobresaliendo de sus bocas.

Luego de que Andrés consideró que había visto lo suficiente, sacó a José a escondidas de su casa.

—¿Qué me puedes decir de lo que viste? —dijo Andrés.

—Eso está muy raro… demasiado… ¿Qué les pasa? —dijo José.

—Todo empezó hace 5 días, cuando mi padre trajo de visita a un hombre muy extraño a casa. Desde allí, todo cambió. Era alto, con la cara calavérica, y pálido. Eso no es lo peor. Ven conmigo.

Tras pronunciar esas palabras, Andrés se llevó a José a un club abandonado. Allí estaban el resto de jóvenes del pueblo.

—A todos ellos les pasa lo mismo. Sus padres están iguales. ¿No les pasa así a los tuyos? —dijo Andrés a José.

—No, para nada, lo único que me pasa es que debo arreglar el techo de la abuela. Del resto, ellos siguen iguales. Pero, cuéntenme, ¿qué otro síntoma extraño ven? —respondió José.

—Bueno, hemos comprobado que además de pálidos, todos llevan cinco días sin comer ni beber nada —dijo María.

—Yo… yo debo decirles lo que vi ayer… el extraño hombre de negro hablaba con mi padre en la noche, y pude ver que de su boca se asomaban dos grandes colmillos… —dijo Marcel.

—¡Ya, deténganse…! Ya sé de qué se trata… esto es un caso claro de vampirismo —dijo José, tras interrumpir a Marcel.

—Sí, lo pensamos, pero necesitábamos tu opinión y ayuda. Sabemos de tu conocimiento en la materia y queremos saber qué podemos hacer —dijo Andrés.

—Bueno… no podemos perder tiempo. El plan es este: vayan a sus casas, disimulen bien y recolecten toda la información que puedan de la localización del vampiro y salgamos mañana a esta hora en su búsqueda. Si acabamos con él, esto se terminará. Traigan mucho ajo, por cierto, y cruces, y estacas de madera. Vamos, vamos… ¡No perdamos tiempo! —replicó José.

Todos se miraron a los ojos, asintieron y se fueron a sus hogares. Y sí, además de ser bueno en béisbol, José era conocedor de las historias de monstruos, entre ellos los vampiros. Era admirado por eso.

Al llegar a su casa, José fue recibido por su abuela, pero no esperaba lo que vio. Su abuela estaba pálida, con una bufanda puesta y su rostro no tenía expresión alguna. El joven sabía lo que pasaba, y cuando trató de huir, fue tomado por los brazos por sus padres, que estaban detrás de él.

José trató de gritar, pero le colocaron un calcetín en la boca. Luego del forcejeo, cayeron las bufandas y se pudieron ver las profundas heridas aún sangrantes en los cuellos de sus familiares. Las dudas estaban despejadas. Sin poder evitarlo lo sometieron, le amarraron las manos y lo sentaron en el sofá.

—Tranquilo, hijo. No te resistas. Todo pasará pronto —le dijo su padre.

—Maestro, ven, aquí tienes tu almuerzo —dijo su madre.

Al instante, una niebla oscura y espesa apareció y fue tomando forma de hombre. Sí, se trataba del ser que todos describieron en la reunión. Era alto, delgado, tenía el rostro huesudo y pálido. Miró a José con hambre… Abrió su boca y dejó ver dos enormes colmillos. ¡Sí!, ¡era el vampiro mayor!, ¡el causante de todo!

Cuando el monstruo se disponía morder a José, el joven se zafó del nudo y corrió al cuarto de su abuela y cerró la puerta con llave. Sus padres intentaron ir detrás de él, pero el vampiro les dijo: “Tranquilos, déjenmelo a mí”.

No le costó nada a la criatura abrir la puerta. Al entrar, vio una espesa cortina negra colgando de la viga del techo, justo en frente de la cama. Detrás de ella se podía ver claramente una figura moviéndose. “Qué fácil”, se dijo el monstruo. Rápidamente, quitó la densa tela y los rayos del sol le pegaron en todo su cuerpo.

Al instante, el monstruo empezó a quemarse y pegar gritos. José aprovechó y corrió a su cuarto, buscó su bate y le dio un golpe contundente al vampiro en el rostro. Fue tan duro el impacto, que el bate se partió. En la mano de José quedó una especie de estaca afilada que el chico no dudó en clavar en el pecho de la criatura.

Al hundir el pedazo de madera, el monstruo lanzó un grito descomunal y se volvió cenizas. Minutos después, todos los habitantes del pequeño pueblo salieron a la luz del día. El maleficio se acabó con la muerte del vampiro mayor.

La familia de José estaba muy agradecida con él, nunca pensaron lo bueno que podría resultar un hueco sin reparar en el techo. Todo pasa por algo.

El monstruo devorador de mascotas (Juan Ortiz)

Pedro nuca olvidará el invierno de aquel año. Los animales empezaron a desaparecer en junio de ese mismo año. Para ese entonces, un mes atrás, Elena se acababa de mudar a su pueblo.

Ella era una chica hermosa y amable. Hicieron amistad en seguida, pues además de vecinos les tocó ser compañeros de clases.

El primer animal en desaparecer fue Pinito, el perro callejero al que todo el pueblo quería. Cada casa y cada patio era suyo; él entraba en los hogares como las mascotas de los dueños, sin problemas.

Pinito era un canino muy querido, si se presentaba algún movimiento extraño por las noches, él alertaba a todos. Y sí, era muy especial, alegre, un alma noble. Por cierto, era enorme, un San Bernardo, de casi metro y medio de altura.

Tras la lamentable desaparición, Pedro puso al tanto a Elena y ella se entristeció mucho. Sin conocer al animal, lamentó todo… incluso lloró porque no pudo conocerlo. Así de bien le habló Pedro de él, así de bien ella recreó la vida de tan hermoso animal.

A pesar de la tristeza, en un momento el rostro de Elena se iluminó, y, como por cosa de la providencia, ella dijo:

—Pedro, ¿y si investigamos casa por casa a ver quién sabe algo? Total, está desaparecido, aún no podemos concluir que haya muerto.

—¡Cierto, Elena! Me parece buena idea —respondió Pedro.

Así hicieron. Pasaron casi todas las tardes investigando de casa en casa. Pero no hallaron nada. Ni rastro. Lo peor de todo es que, además de Pinito, desaparecieron Crucita, Manchita, Bolita de grasa, Juguetón, y Cachito. Cinco de las mascotas de vecinos con los que habían hablado los jóvenes investigadores.

Triste, era muy triste aquello. Elena y Pedro estaban devastados, ni hablar de los pobladores. Pese a todo, ellos no paraban de investigar. Cuando el horario de clases lo permitía, salían a recorrer cada espacio del pueblo, pero no encontraron nada.

Pedro temía mucho por Susy, su gata. Ya sumaban 30 los animales desaparecidos sin dejar rastro. Todo parecía un mal sueño. Los chicos estaban que desistían, pero gracias al ánimo de Elena seguían en pie buscando al culpable. Ya la noticia había salido en los periódicos locales.

Un sábado se hizo realidad el peor temor de Pedro. Susy, su gatita, desapareció. Sin embargo, distinto a los demás casos, esta vez había algo en la escena del crimen: un abrigo desgarrado y manchado de sangre. Pedro, lloroso, lo reconoció en seguida, ¡era el abrigo de Elena!

Había manchas de sangre en el suelo las siguió y daban al lado de su casa. Sí, la casa de Elena. Tocó la puerta con fuerza, y al instante ella abrió la puerta. Tenía el brazo vendado.

—¡Pedro!, ¡lo vi!, era un lobo enorme y blanco… traté de quitarle a Susy, pero no pude. Me mordió el brazo y me arrancó el abrigo. Debí venir a casa a refugiarme. Lo lamento —dijo Elena.

Pedro quedó más impactado tras escuchar aquello.

—¿Un lobo enorme? ¿En la ciudad! ¡Increíble! Qué bueno que lograste escapar… pero mi Susy, mi Susy… murió… —respondió Pedro.

—Lo lamento tanto, Pedro… Ven, pasa, tomemos un té —dijo Elena.

Pedro pasó. Se sentó en el mesón y ella se fue a la cocina, detrás de él, a preparar la bebida. El muchacho lloraba desconsoladamente. Cuando pudo reponerse un poco, alzó la mirada y pudo ver a lo lejos, en una mesa de la habitación de enfrente, el cuerpo de su gata lleno de sangre.

Justo cuando iba a gritar, unas enormes garras taparon su boca; era el lobo que había entrado a casa de Elena. El lobo era enorme y muy blanco, salió a correr agarrando a Pedro por la camiseta, mientras este gritaba:

-¡Socorro, el lobo!

Entonces Elena lo escuchó y salió a ayudarle; el lobo soltó a Pedro y salió corriendo por la calle, hasta girar a la izquierda donde había un bosque.

Desde ese entonces, no se volvió a ver al lobo por el pueblo.

La casa embrujada

Juan, David y Víctor, lo solían pasar genial en el parque y haciendo carreras, pero la mejor parte era cuando se iban a montar en bicicleta por su calle y a jugar al fútbol.

Ese día era como cualquier otro. Jugaron hasta el cansancio en el recreo de sus clases y al salir, acordaron cambiarse de ropa e ir a jugar al fútbol.

Al llegar con su bici al campo de fútbol, David organizó todo en la cancha para comenzar a jugar, pero sus amigos tardaban más de lo normal.

Ya empezaba a preocuparse David, cuando los vio acercarse murmurando entre ellos.

– ¿Dónde estabais? Siempre gano pero hoy tardásteis más de la cuenta- inquirió David.

– ¡No vas a creer lo que vimos! – dijo un exaltado Juan.

– O lo que creímos ver- se apresuró a decir Víctor.

– Tú sabes que era eso. ¡No lo niegues!- gritó Juan.

– ¡A ver, a ver! – interrumpe David – Explicar qué está pasando, pero uno por uno porque no entiendo nada.

– Es que viniendo en las bicis, se me cayó el balón y al ir a buscarlo, terminé frente a una casa abandonada al final de la calle. Al agacharme a recoger el balón, noté algo que brillaba y…

– No se aguantó y se puso a husmear por la ventana- le reprochó Víctor.

– Quise investigar, Víctor. Entonces, lo vimos.

– ¿Qué vieron? – preguntó David ya impaciente.

– ¡Un fantasma!

– ¿Un fantasma?

– Sí. Con el traje blanco. Estaba frente a nosotros y nos gritó que nos fuéramos con una voz horrible.

– ¿Y qué más?

– Salimos corriendo, montamos nuestras bicis y nos vinimos a toda velocidad.

– Ok- dijo David- Entonces no estamos seguros de que fuera un fantasma. Yo digo que mañana al salir de la escuela podríamos echar un vistazo.

– ¿Mañana?- preguntó Juan.

– Ni se te ocurra que lo hagamos ahora. Ya es tarde y está oscureciendo.-Dijo Víctor.

– ¡Por eso! No se esperan que unos niños se atrevan a ir a estas horas. Así contamos con el factor sorpresa.-Dijo Juan.

– No Juan, creo que Víctor tienen razón. Es tarde. Nuestros padres nos esperan en casa. Mejor es que mañana salgamos de la escuela directo a investigar.-Dijo David.

Entonces, ya de acuerdo, cada uno se fue a su casa, pero ninguno logró dormir.

Al día siguiente, según lo acordado, salieron de la escuela directo a buscar sus bicicletas y a investigar.

Ya frente a la casa abandonada, los tres amigos se armaron de valor, se bajaron de sus bicicletas y se acercaron lentamente a la puerta de la vieja casa.

A medida que se acercaban, el ritmo de sus corazones y de su respiración aumentaba. Cada uno por su parte, quería salir corriendo y retroceder, pero se miraban entre sí como para darse valor y seguían avanzando.

A hurtadillas terminaron el tramo que los llevaba frente a la puerta y cuando iban a abrirla, se movió la manilla y se abrió la puerta.

Los tres salieron corriendo y tras ellos iba la figura de aquel ser de blanco que habían visto el día antes a través de la ventana:

– Alto ahí. Esperad muchachos.

Pero los chicos no querían detenerse hasta que Juan se enredó y se cayó. Sus dos amigos tuvieron que parar para ayudarlo a levantarse y entonces los alcanzó el hombre.

Ahora que lo tenían tan cerca podían ver que se trataba de un hombre alto metido dentro de un traje blanco como de astronauta.

– ¿Qué hacen aquí niños? – dijo el hombre a través de su traje- Puede ser peligroso.

Y los niños se quedaron como congelados del miedo.

– Por favor, niños. Llevo varios días tratando de fumigar este sitio para ver si hay algo que se puede recuperar aquí o si debemos demoler para poder mudarnos.

– ¿Mudarnos? – Dijo Víctor.

– Sí, compré esta propiedad hace poco, pero ya veis que es un desastre, así que trato de limpiar, pero ayer los vi husmeando y hoy están en mi patio. ¿Imagináis la cantidad de insectos que hay aquí? No debéis acercarse. No hasta que haya terminado.

Les dijo el hombre mientras ellos se alejaban en sus bicicletas riendo por el malentendido.

El hombre lobo

En un pueblo al sur de América, vivía una familia grande en una vieja casa con un patio lleno de árboles frutales.

El clima tropical era ideal para pasar las tardes de los fines de semana, sentados en el patio comiendo frutas.

Fue en una de esas tardes cuando Camilo, el niño pequeño de la familia, lo vio por primera vez; era un hombre alto, con ropa vieja, cara arrugada, barba y lo que más llamó su atención: un ojo verde y otro azul.

El hombre caminaba con paso lento y silbaba una melodía que a Camilo le parecía fascinante y a la vez aterradora.

– ¿Quién es ese señor? – preguntó una tarde a su tía Fernanda.

– Le decimos el silbón, pero la verdad es que nadie sabe su nombre – respondió su tía y prosiguió–. Llego hace años al pueblo. Solo. Se instaló en una casita fuera del pueblo y se cuentan muchas historias sobre él.

– ¿Sí? ¿Cuáles? – inquiere un curioso Camilo.

– Muchos dicen que se convierte en lobo en las noches de luna llena. Otros dicen que se alimenta de los niños desobedientes que no se acuestan a dormir temprano. Y otros dicen que vaga en las noches silbando por las calles y si alguien se asoma a ver quién es, se muere.

Camilo corrió a buscar a su mamá para abrazarla y desde entonces, se escondía cada vez que veía pasar a aquel hombre.

Una noche, ya pasadas las 11, Camilo seguía despierto a pesar de que su madre le había mandado a dormir más temprano.

Estaba jugando en la sala de la casa, a oscuras, cuando de repente escuchó el silbido del hombre de los ojos de colores. Sintió un frío que le recorrió todo su cuerpo y casi lo paralizó.

Estuvo atento unos segundos pensando que tal vez se había confundido pero ahí estaba de nuevo esa melodía.

Se quedó callado casi sin respirar y escuchó a los perros de su calle ladrando, como inquietos.

De repente escuchó unos pasos cerca de la puerta de su casa y un silbido. Tuvo la tentación de asomarse pero recordó lo que su tía Fernanda le había contado sobre el destino de quienes se asomaban y prefirió no hacerlo.

Al cabo de un momento los pasos se alejaban y el sonido del silbido también. Pero escuchó el grito de uno de sus vecinos pidiendo auxilio. Además, sonó el aullido de un lobo.

A los poco minutos, algo empezó a arañar la puerta, como intentando entrar con fuerza, además se escuchaba algo olfateando. Camilo se acostó en la puerta para que a aquella cosa le resultara más difícil entrar.

La puerta parecía que cedería y se caería, cada vez se movía más. Entonces Camilo se fue a esconderse a su cuarto, gritando y pidiendo ayuda.

Cuando sus padres aparecieron, los cuales estaban preparando la cena, los arañazos en la puerta dejaron de ecsucharse.

Al día siguiente, todos comentaban sobre la repentina muerte de un vecino, el señor Ramiro. Tenía señales de zarpazos por todo su cuerpo. ¿Sería de un hombre lobo?

Desde ese fin de semana, Camilo no volvió a ver al hombre de los ojos de colores.

La risa del terror

Al amanecer, Sofía despertó feliz porque era su cumpleaños. Su madre la levantó con cariño y le preparó su desayuno favorito.

En la escuela, sus amigas la felicitaron y le dieron regalos y dulces. Fue un día genial. Al volver a casa, su abuela y su primo Juan estaban en casa. ¡El día perfecto!, pensó.

Después de un buen rato jugando con su primo, empezaron a llegar sus amiguitas para celebrar con ella y compartir el pastel.

Su papá ya estaba llegando con una fabulosa sorpresa que le había prometido.

Al sonar el timbre corrió hacia la puerta y al abrir, se encontró con unos pequeños ojos azules y una sonrisa grande de color rojo sobre una cara pálida. Bolas de color rojo salían de su sombrero…

Era un payaso, Sofía los había visto en la televisión pero al verlo en persona se asustó.

El payaso estuvo todo el día haciendo juegos y bromas, pero tenía una sonrisa y unos ojos que daban cierto miedo.

En un descanso del payaso, este se fue al cuarto de baño para cambiarse de ropa, pero se dejo la puerta entreabierta.

Sofía acudió a hurtadillas y no podía creer lo que vio:

El payaso se estaba cambiando de zapatos y sus pies eran el doble de grandes que unos normales de adulto. Además, tenía un saco de juguetes de niños que no entendía lo que era.

A los pocos segundos de mirar, el payaso abrió la puerta y dijo:

-¡Niña, no tenías que haber visto esto, te comeré!

Entonces Sofía salió corriendo, pero el payaso la perseguía. Estaban en la planta alta de la casa y los demás estaban abajo. Cuando Sofía estaba casi bajando las escaleras, el payaso la atrapó y se la llevó.

Como el payaso iba aun con los pies descalzos, Sofía tuvo una idea: le pego un pisotón en uno de los gigantescos pies y el payaso comenzó a gritar, recogió sus cosas y salió corriendo.

Sin embargo, se dejó la bolsa llena de juguetes de niños. Cuando llegó la policía, dijeron que pertenecían a niños desaparecidos.

La cocinera

Emma era una niña de 10 años que acudía todos los días al colegio. Ese año se hizo amiga de la cocinera del colegio, la señora Ana.

Un día, en la hora del recreo, los niños comentaban que muchas mascotas del pueblo habían desaparecido. Todos se preguntaban por las mascotas, perros y gatos, pero nadie sabía nada.

Emma, quien era una niña muy curiosa e inteligente, decidió que ese era un caso digno de investigar. De hecho, soñaba con ser detective cuando creciera.

Empezó preguntando a todos los dueños de las mascotas desaparecidas , anotando las fechas aproximadas de las desapariciones.

Al revisar sus notas, se dio cuenta de que las fechas coincidían con la llegada de la señora Ana, y por alguna razón sintió que debía indagar más en ese punto.

Entonces siguió con su investigación. Habló con el director de su escuela, el señor Thompson, para saber de dónde había venido la Señora Ana.

El señor Thompson le dijo que debido a que la antigua cocinera se jubilaría pronto, hicieron varias entrevistas y Ana resultó la más apropiada por su experiencia, pero que no podía decir más porque:

– Esa es información clasificada jovencita. Una niña de tu edad no tiene por qué estar haciendo preguntas como esas. ¿No deberías estar en clases justo ahora?

Emma se fue con más preguntas que respuestas y pensó que tal vez lo mejor sería investigar más de cerca a la señora Ana.

Entonces en uno de los descansos se acercó a la cocina y tras saludarla le preguntó por su secreto para cocinar.

– Niña, es un secreto de familia- le contestó Ana.

– ¿Puedo ver cómo cocinas?- siguió preguntando Emma.

– Definitivamente no, querida- dijo Ana con un tono que ya rozaba en la molestia.

– Está bien señora Ana, no hablemos de comida entonces. ¿Y si hablamos de mascotas? ¿Le gustan las mascotas?

Pero Ana no respondió nada, sino que mirándola fijamente a los ojos, la tomó del brazo y la sacó de la cocina.

Emma se fue a su clase, y al terminar la jornada, se fue a su casa pensando en la reacción de Ana.

Pensando en eso y recordando la escena en la cocina, recordó que la nevera de las carnes, tenía doble candado.

Había entrado en otras ocasiones en la cocina y nunca había visto eso.

Entonces decidió cambiar de rumbo. En vez de seguir a casa, regresó a la escuela y buscó al director para preguntarle cada cuánto se compraba la carne para las comidas escolares.

– Emma, ¿qué preguntas son esas? ¿No deberías estar ya en tu casa?

– Sí señor Thompson, pero es que estoy preparando un informe para una tarea y antes de irme a casa, necesitaba ese dato.

– Ok – dijo el director con tono de resignación. Compramos carne cada semana. Sin embargo, llevamos más de tres semanas sin hacerlo porque la nueva cocinera se las ingenia con las recetas.

Emma estaba horrorizada porque esa información que le acababa de dar el director, aumentaba sus sospechas de que Ana estaba cocinando a las mascotas.

Llegó a su casa y le contó todo a su mamá, pero esta no le creyó.

Entonces,  Emma esperó que todos estuvieran dormidos, tomó su cámara y se fue a la escuela.

Una vez allí, se coló por una de las ventanas del patio que habían roto en un juego recientemente, y llegó hasta la cocina.

 Con una herramienta que sacó del sótano de sus padres, empezó a abrir la nevera pero la interrumpió un grito:

– Linda niiiñaaa. Se que estás aquí!

Emma sintió que la piel se le erizaba. Intentó llamar a su madre por teléfono pero no tenía señal. Entonces corrió hacia la puerta de la cocina y la atrancó con una silla.

Volvió a su labor con la nevera, pero aún no había terminado cuando sintió un fuerte apretón en sus brazos. Ana la ágarró bruscamente y le gritó.

– ¿Qué haces aquí?

Emma estaba tan asustada que no dijo nada. Además vio algo que la dejo sin aliento: Ana llevaba en la otra mano un gato muerto.

La cocinera Ana la sacó de la cocina y le dijo que se fuera. Emma lo iba a hacer, pero antes se las ingenió mirando por un pequeño hueco de la puerta. Entonces vio como la cocinera metía a aquel gato en una gran olla, junto a algunas verduras.

Emma casi se desmaya del susto, pero en ese momento, entraron sus padres y el señor Thompson.

Emma corrió a abrazar a sus padres y entre lágrimas contó lo que había pasado. Insistió en que abrieran la nevera para saber si allí estaban las mascotas, pero solo encontraron vegetales y legumbres.

Las ventanas de la cocina estaban abiertas, miraron afuera y vieron a una bruja volar lejos, con una sonrisa extraña que daba miedo.

El robot

Nolberto era el único hijo de una pareja de empresarios de la industria del juguete, por lo que tenía juguetes de todo tipo.

Pero a diferencia de otros niños, Nolberto no los cuidaba, al contrario, experimentaba con ellos y los dañaba; los quemaba, los despedazaba, etc.

Según su estado de ánimo, era el modo que escogía para destrozar sus juguetes. Decía que era un doctor y que el salón de juegos, era su quirófano.

Un día en la empresa de sus padres crearon un nuevo juguete que causó sensación: un robot con inteligencia artificial, que aprendía a jugar con sus dueños.

Como ya era costumbre, los padres de Nolberto, le llevaron el nuevo artefacto a su hijo.

– Ahh, otro juguete!- dijo Nolberto en tono despectivo.

Pero se sorprendió al oir que el robot le respondió:

– Soy un juguete completo, mi nombre es R1 y estoy aquí para jugar contigo. ¿Cómo quieres llamarme?

– ¡Wow, al fin un juguete que me gusta! – dijo un poco más animado y se fue al salón de juegos con su regalo.

Una vez allí, comenzó con su ritual: acostó al robot en una mesa que tenía y lo desarmó con un destornillador. Le destapó el compartimiento de circuitos y empezó a cortarlos mientras se reía a pesar de las protestas del robot que no quería que lo dañaran.

Esa noche llovió fuerte y a Nolberto le pareció buena idea sacar a R1 por la ventana. El robot, que estaba programado para identificar las situaciones de peligro para su integridad, también protestó en vano.

Terminada su tarea, Nolberto se fue a cenar. Mientras comía con su familia, se escuchó un ruido fuerte y, seguidamente, todo quedó a oscuras.

Nolberto y sus padres subieron para ver qué había ocurrido mientras que la sirvienta verificaba los fusibles de la electricidad.

En la habitación de Norberto se escuchaban extraños ruidos y fueron a ver pero entonces llegó la electricidad. Entraron a la habitación y comprobaron que todo estaba en orden. Incluso R1, estaba perfectamente acomodado sobre la cama de Nolberto.

Esto les sorprendió gratamente, así que le dijeron que estaban felices de que le hubiese gustado tanto el nuevo juguete.

Nolberto estaba confundido y, al mismo tiempo, temeroso. Él sabía que había dejado al robot afuera, bajo la lluvia y con sus circuitos expuestos.

Bajaron para terminar de cenar, pero Nolberto casi no probó bocado por la preocupación y el desconcierto.

Sus padres notaron su ánimo y le preguntaron qué le pasaba, pero él solo pidió permiso para retirarse a su cama.

Subió a su habitación y  ya el robot no estaba sobre su cama. Se acercó para revisar debajo y escuchó que la puerta se cerró detrás de él.

Al darse la vuelta, Norberto vio frente a él a R1 que le dijo:

– Mi nombre es R1 y te voy a enseñar que a los juguetes no se les daña.

Nolberto gritó asustado y sus padres subieron al instante para ver qué pasaba.

-El robot me habló- dijo con voz entrecortada por el miedo.

– Claro cariño, para eso lo diseñamos- responde su padre sonriente.

– No, no. Me habló amenazándome. Dijo que me enseñaría a no dañar mis juguetes.

Pero los padres no le creyeron. En cambio le dijeron que habría sido su imaginación, y que por supuesto que el robot hablaba porque era uno de los atractivos de su diseño.

Al notar la insistencia de Nolberto, decidieron probar preguntándole al muñeco su nombre y este contestó:

– Me llamo Chatarra y soy el juguete de Nolberto.

Aunque les pareció que Chatarra no era el nombre que esperaban que su hijo le pusiera al robot, no dijeron más nada, le dieron un beso y se fueron del cuarto.

Nolberto estaba confundido, pero tras un rato  se convenció de que había sido su imaginación y cuando estaba a punto de dormirse, escuchó horrorizado:

– No soy tonto. Te enseñaré a cuidar tus juguetes. No importa lo que le digas a tus padres, nunca te creerán. Deberás acostumbrarte a mi compañía. Ja, ja, ja.

A partir de entonces, Nolberto dejó de dañar sus juguetes y siempre paseaba acompañado de su robot.

La casa del bosque

Damián era un niño como cualquier otro que, tras asistir a su escuela y realizar sus labores, disfrutaba de su tarde libre para jugar.

Él y sus amigos solían a jugar en el parque de la residencia donde vivían, para que sus padres pudieran estar atentos.

Un día, estando en el parque, vieron a una viejecita sentada en un banco. Les llamó la atención porque nunca la habían visto por allí.

Sin embargo, Damián y sus amigos siguieron jugando normalmente hasta que escucharon a la anciana pedir ayuda. Salieron a ver qué sucedía y era que se había caído, así que corrieron a ayudarla.

La anciana llevaba una cesta de frutas, por lo que les agradeció el gesto con una fruta a cada uno.

Los niños contentos devoraron las frutas inmediatamente y regresaban a jugar cuando la señora les ofreció más, pero si la acompañaban a su casa en el bosque.

Ninguno de los niños se atrevió a seguirla sin el permiso de sus padres. En cambio, le dijeron que hablarían con sus padres y al día siguiente la acompañarían.

En casa, Damián preguntó a sus padres que si en el bosque vivía alguien. Ellos respondieron que no sabían.

Entonces Damián les contó lo ocurrido con la anciana y los padres lo felicitaron por ayudar y por no irse sin el debido permiso.

Todos terminaron su cena y se fueron a la cama, pero Damián no logró dormir. Tuvo una pesadilla en la que aparecía una bruja que vivía en el bosque.

Al día siguiente, Damián fue a la escuela, pero seguía asustado por las pesadillas. Al salir de clases sus amigos le insistieron en volver al parque y les siguió con algo de miedo.

Estando en el parque, los amigos de Damián decidieron ir al bosque a por las frutas que la anciana les había prometido.

Damián se quedó sentado en el columpio pensando en el sueño que había tenido, recordó la cara de la bruja y le pareció idéntica a la de la anciana del día anterior.

Se asustó y se internó en el bosque para intentar alcanzar a sus amigos y advertirles del peligro, pero no los encontró. Se perdió.

De repente, todo se puso oscuro y empezó a llover. Damián recordó que así empezaba su sueño y comenzó a llorar y a llamar a sus papás.

Caminó intentando dar con el parque, pero solo encontró la horrible casa de su pesadilla. Corrió intentando alejarse pero sentía que no podía, y entre los árboles solo podía ver sombras de espanto.

Siguió corriendo y tropezó con una rama pero en vez de levantarse se quedó en el suelo llorando hasta que sintió que lo alzaron. Era la anciana, que estaba con sus amigos.

Todos se dirigieron a la casa de la anciana. Era vieja y daba miedo, parecía la casa de un cuento de terror. Dentro había pócimas, una escoba y todo tipo de animales; perros, gatos, ratas, pájaros, lombríces…

A los niños les dio tanto miedo que salieron corriendo, incluido Damián. Pero entonces la anciana, dijo:

-¡Qué hacéis, ya casi os tenía!

La anciana tomó la escoba, sacó una varita de su bolsillo y dijo:

-¡Animales, perseguirlos!

Los perros, gatos y pájaros comenzaron a perseguir a los niños, pero estos habían logrado salir a una carretera cercana y pedir ayuda.

Cuando la anciana se percató que era demasiado tarde, volvió a su casa y dijo a sus animales que entraran.

La granja

Emilia era una niña que vivía junto a sus padres y abuelos en una granja a las afuera de la ciudad.

Ella decía que no le gustaba vivir allí. Quería estar en la ciudad, pasear por los centros comerciales y parques, en fin, lejos de todo tipo de animales.

Decía que las vacas, gallinas, cerdos y demás animales de la granja, eran horrendos. No los quería y se quejaba de su “desgracia” de vivir como granjera.

Un día, después de una discusión con sus padres, salió furiosa al patio y le dio una patada a un perro que pasaba cerca. Pero el perro le gruñó y le mordió. A emilia le dio tanto miedo que empezó a llorar y gritar. Aun el perro estaba cerca gruñendo.

El abuelo de la niña, al ver lo ocurrido la llamó y le dijo:

– Emilia, hijita, a los animales no se les trata de esa form -dijo el abuelo mientras miraba la herida.

– Ellos no pueden sentir abuelo- dijo Emilia gruñona y llorosa.

– Claro que sienten – dijo el abuelo- y más de lo que crees. Tienes que tener mucho cuidado sobre todo con los animales de esta granja -dijo el abuelo poniendo una venda a la mano de Emilia.

– ¿Por qué abuelo? – preguntó Emilia con un toque de curiosidad en su voz, pero su abuelo no le respondió nada sino que dio la vuelta y se metió en la casa.

Emilia desde el patio de la casa vio a los animales de su alrededor, no notó nada extraño y se dijo a sí misma: “seguramente el abuelo solo quiere asustarme”.

Y no había terminado la frase en su mente cuando escuchó al pato que estaba en el posa brazos de una silla: “No Emilia”.

Emilia volteó sorprendida y vio al pato que esta vez no dijo nada. Creyó estar loca y se fue a la casa.

Esa noche mientras todos dormían, Emilia escuchó un ruido extraño en el establo de la granja, y se fue hasta el cuarto de sus padres para avisarles, pero estos le pidieron que se acueste.

Ella volvió a su habitación, pero escuchó nuevamente ruidos, por lo que decidió ir a ver qué pasaba.

Tomó una linterna y caminó rumbo al establo. A medida que se acercaba, escuchaba que se trataba de voces pero solo reconoció una; la de su abuelo.

Aunque quiso entrar, prefirió esperar. Se acercó a la pared del establo para oír mejor y tratar de ver lo que sucedía a través de un agujero en la pared.

Con horror vio que los animales estaban reunidos en círculo; patos, cerdos, perros, caballos, vacas y  ovejas se encontraban reunidos sin decir nada.

En ese momento llegó un perro al que Emilia había pegado y dijo:

-La niña lleva mucho tiempo tratando mal a todos los animales. ¿Qué podemos hacer?

-Deberíamos obligarla a que se fuera -dijeron los cerdos.

-Es imposible, los padres no van a querer -dijeron los patos.

-Tengo una idea; ¿por qué no la asustamos y hacemos que se pierda lejos de la casa?

-Es buena idea, pero además deberíamos intentar comerla y nadie se dará cuenta -dijo una cabra que parecía algo loca.

Entonces Emilia pegó un chillido de terror y salió corriendo a su habitación. Le contó lo que había visto a su abuelo, y este le dijo que él lo sabía desde hace años.

Desde ese día Emilia trató bien a los animales.

La casa de los fantasmas (Juan Ortiz)

Antonio estaba jugando con sus tres amigos en la cancha de fútbol de su pueblo. Con él estaban José, Luis y Manuel. Llevaban una hora pateando el balón. De repente, Luis golpeó con tantas fuerzas la pelota que fue a parar justo a la ventana de la vieja casa abandonada.

Ninguno lo podía creer. Tantos lugares adonde podía ser pateado ese balón, y fue a parar justo en la casa embrujada. José, Luis y Manuel estaban tristes y aterrorizados. Ellos tres no irían a buscar la pelota, ni locos.

Antonio, sin embargo, no creía en esos cuentos que se decían en el pueblo de que allí salía una bruja. Tampoco se convenció nunca de que ese lugar fue anteriormente un cementerio.

—¡No sean cobardes! Yo iré a buscar el balón, pero, por lo menos, acompáñenme y espérenme en frente —dijo Antonio.

Los demás niños se miraron a las caras, temblorosos, y asintieron, como regañados. Antonio iba delante de ellos, como un héroe. Sus tres amigos caminaban detrás de él. Era cómico ver aquello, sobre todo porque hasta abrazados estaban. Así sería el miedo que le tenían a ese lugar.

Según contaban en el pueblo, cada 50 años la bruja que allí vivía atraía a un niño a su guarida y lo raptaba para alimentarse durante otro medio siglo. Y así ha sido durante 500 años. Antonio no se creía nada de eso, sino que se reía.

Con su actitud optimista, llegó frente a la vieja casa. Era una construcción enorme y siniestra, de tres plantas. Estaba toda sellada con tablones de madera en las puertas y ventanas. Solo había un espacio pequeño descubierto en la ventana derecha, justo donde pasó el balón y por donde podía entrar fácilmente un niño de la estatura de Antonio.

Algo raro era que en el lado izquierdo de la pared frontal se podía leer el Padre Nuestro escrito en letras blancas, desde el tercer piso hasta abajo. Además, había muchas cruces colgadas en cada espacio posible de la estructura.

Antonio, pese a ver aquello, no cambió su actitud. Al fin y al cabo, era su balón y lo quería de vuelta. Volteó, vio a sus amigos —que estaban muy pero muy asustados—, se despidió y se dispuso a entrar por el agujero en la ventana oscura. Los muchachos levantaron sus manos temblorosas y le hicieron una señal de adiós.

Antonio entró con facilidad. Cuando tocó el suelo adentro de la casa, pasó algo extraño: todo se iluminó. Allí, en la casa, todo estaba como nuevo. Había lujosos candelabros, mesas, sillas y cuadros, como del siglo XV. Aquello lo dejó impactado. Volteó para tratar de volver por donde entró, pero no pudo.

En donde estaba el hoyo de la ventana, se encontraba ahora una vidrio nuevo y reluciente, cerrado de manera sólida. Él se asomó y pudo ver a sus amigos, golpeó con fuerzas el cristal, pero ellos no lo veían.

De repente, el ruido de su balón lo hizo voltear. Allí estaba, frente a unas escaleras que llevaban al siguiente piso. Cuando se dispuso a buscarlo, pisó algo en el suelo. Bajó la mirada, y era una nota escrita en un papel envejecido. “Si quieres salir, ve por tu pelota”, decía.

Al levantar la mirada, el balón empezó a rebotar solo y a subir las escaleras. Antonio no entendía nada… Y sí, él que antes no creía en brujas, ahora sentía un poco de miedo. Como no tenía más nada que hacer, subió tras su balón.

En el segundo piso no vio el balón, pero sí se encontró con una mesa servida con su plato preferido: pollo frito con papas y jugo de fresas. Todo olía muy rico. Cuando se acercó a ver si era una broma, volvió a pisar algo. Sí, otra nota envejecida. Esta decía: “Come, sabía que vendrías, y lo preparé especialmente para ti. Si no comes, no habrá balón”.

Él se sentó, y, sin cuestionar, empezó a comer aquello. Todo le sabía muy rico. Al terminar el último bocado, cayó de la nada el balón y empezó a rebotar, tal y como en el piso de abajo, y solito subió las escaleras que llevaban al siguiente piso. El niño se paró, sabía que si tomaba su balón, saldría de allí, algo se lo decía muy adentro.

Al llegar a la escalera, volvió a pisar una nota. “Esta vez sí podrás tener tu balón. Si lo agarras, te podrás ir”. El niño, decidido, subió. Arriba se encontró con un cuarto que tenía 10 cuadros, cada uno con el retrato de un niño, salvo el último. Este decía “Antonio”, pero no tenía una imagen, estaba vacío. Aquello lo dejó pensativo.

A la izquierda pudo ver su balón, cerca de una ventana abierta por donde entraba el sol. Sin embargo, algo lo detuvo… era un olor intenso y delicioso. Cuando volteó a su derecha, pudo ver una mesa con pie de manzana, caliente. “Si esto sabe igual de delicioso que el pollo y las papas, me iré muy feliz”, se dijo el niño y fue tras el plato.

Le dio un bocado y pudo darse cuenta de que sí era muy sabroso. Así prosiguió hasta acabar. Comió con mucho gusto, sin los tenedores ni cuchillos que allí estaban, solo con sus manos. Cuando volteó adonde estaba el balón, la ventana se cerró y afuera se oscureció todo.

Luego, el balón empezó a rebotar nuevamente, pero esta vez fue en dirección al cuadro vacío donde estaba el nombre “Antonio”. Y, como por arte de magia, la pelota traspasó el cuadro. Al instante, empezó a aparecer poco a poco un rostro muy real, y un torso…

Se trataba, nada más y nada menos, de Antonio. El niño, en la sala, quedó petrificado viendo aquello. La figura pintada empezó a llamarlo: “Ven, Antonio, ven”. El niño no podía controlar su cuerpo, y empezó a caminar como una marioneta hacia la pintura.

“Si hubieses ido por el balón, hubieras quedado libre, pero te comiste mi pie de manzana. Ahora yo te comeré a ti…”. El niño seguía sin poder controlarse, solo caminaba hacia el cuadro. Al llegar justo al frente, la figura sacó sus brazos del cuadro, tomó al niño, abrió su gran boca y se lo tragó entero rápidamente.

El Langolango (Juan Ortiz)

Juan nunca hizo caso a las acostumbradas habladurías, él insistió en ir a solas, de madrugada, a lanzar su red.

La laguna estaba tranquila, era un espejo que reflejaba los mangles, el cielo, y su figura robusta que se desplazaba sutilmente, sin romper la calma reinante en las aguas.

Juan medía un metro ochenta y tres, y pesaba unos 80 kilos. Era un pescador aficionado y amante de la soledad. Ese fatídico día, contra todo buen consejo, tomó sus aparejos de pesca a las dos de la mañana y se fue caminando hasta llegar a la laguna.

—No vayas a la laguna solo, Juan, el Langolango está haciendo de las suyas. Ayer casi mata a Milincho, un hombre más fuere que tú. Hazme caso, no vayas —le advirtió su madre, Gloria Leticia, el día anterior.

Juan, en ese momento, estudiaba en la universidad. Como era de esperarse, y producto del estudio y la ciencia, Juan hizo caso omiso de las advertencias de su madre, por considerarlas otro típico mito de pueblo producto de la rica imaginería popular.

Las garzas y alcatraces dormían tranquilas en las ramas y raíces de los mangles. La brisa se había retirado desde las doce de la noche. El silencio y el frío marino eran rotundos.

Juan se reía solo recordando las advertencias de su mamá mientras se movía por las aguas tranquilas esperando una señal sobre el espejo de la laguna que le indicara que era el momento de lanzar su red.

Pasó media hora y nada. A las tres en punto de la mañana la situación cambió de manera radical. Una bulla empezó a sonar cerca de los manglares, el agua empezó a salpicar con fuerza en un área de diez metros cuadrados, como si un cardumen de mil peces se hubiese puesto de acuerdo para aparecer justo en ese momento.

“¡Qué Langolango ni qué carrizo!”, se dijo Juan, mientras corría emocionado hasta el banco de peces. En la distancia se veía a otro pescador llegar a la orilla.

Era alto, flaco, de piel negra, con sombrero de cogollo amplio, camisa blanca y pantalón corto por encima de los tobillos. Juan lo vio por el rabillo del ojo y pensó al instante en Martín Valiente, quien vivía cerca y que sabía también que a esa hora los peces de la laguna se alborotaban.

La bulla continuaba y los peces se agitaban con más fuerza. Juan, ya a pasos del grupo de peces, preparó su red y la lanzó ampliamente sobre la superficie.

El hombre del sombrero, que antes se encontraba a unos cincuenta metros, ahora estaba mucho más lejos lanzando su red.

Juan, si bien estaba pendiente de empezar a recoger su red cargada, no dejó de mirarle con el rabillo del ojo de vez en cuando, por si hacía algún movimiento extraño. No obstante, al verlo más lejos, se calmó un poco.

La red estaba llena, el agua le llegaba al joven hasta el pecho, era necesario empezar a salir para poder recoger bien. Empezó a moverse a orilla con fuerza, pero la red pesaba tanto que sus esfuerzos parecían mínimos.

En tres minutos apenas se había desplazado tres metros, la orilla quedaba a veinte metros más allá. Juan comenzó a cansarse, pero no soltaba la red, quería su pesca, quería callarle la boca a su mamá y sorprender a sus conocidos. Él necesitaba ser el único que ha pescado 80 kilos de pescado con una sola lanzada, lo que según sus cálculos tenía en la red.

Siguió cinco minutos más, el agua llegaba poco menos que debajo de su pectoral. Se movía mirando hacia el agua.

De repente se detuvo y empezó a temblar sin control, sin poder creer lo que sus ojos miraban: un par de pies oscuros justo frente a sus ojos y sobre las aguas.

Alzó la mirada lentamente, recorriendo la terrorífica figura sin dejar de temblar hasta llegar a un gigante sombrero que eclipsaba el cielo y cobijaba unos ojos rojos fuego y una cara sin facciones.

“¿Qui-qui-quién e-e-eres?”, preguntó Juan, erizado. La figura se agachó, acercó su rostro al del joven, abrió su boca oscura y sin dientes, extendió sus manos largas, y —sin inhalar— emitió un grito como el de ninguna bestia conocida, como de ningún hombre, con una fuerza descomunal.

Las garzas y alcatraces volaron espantadas por doquier, los mangles se retorcieron como si un huracán pasara, y Juan, asustado y aturdido siguió a orilla sin poder soltar la red… El grito persistió 10 minutos, el tiempo que Juan tardó en llegar a tierra, donde cayó temblando y con fiebre.

“Llegaste a orilla, por hoy te salvaste, ya veremos la próxima”, le dijo la sombría figura a Juan, para luego perderse caminando sobre la laguna, entre los manglares, cantando una canción con las voces mezcladas de los pájaros del mar.

Juan yacía tendido en la arena con una extraña sensación en el cuerpo, como si estuviera más liviano. El muchacho logró recuperarse a la media hora. Se puso en pie y, aún aturdido, fue tras la red. Debió valer la pena tanto susto. Empezó a sacarla y pudo recoger toda la pesca del día.

Al llegar a su casa le contó lo que le ocurrió a su familia y desde entonces decidió prestar más atención a los consejos de su madre.

La sirena (Juan Ortiz)

Todos los pescadores pasaban la historia a sus hijos. Siempre era lo mismo, aquello se contaba en la orilla y junto a una fogata hecha con restos de barcos antiguos.

Los hombres que contaban la leyenda decían que ningún joven debía hacerle caso a las sirenas y su canto, y que no creyeran en lo que veían sus ojos si se topaban de frente con una. Y sí, seguían repitiendo eso en pleno siglo XXI, en 2020, en la era del internet.

Chu no daba fe de lo que escuchaba. De hecho, se burlaba de sus mayores cuando oía los cuentos. El joven, a pesar de ser pescador, era amante de la tecnología. Tenía su laptop, su smartphone, y disfrutaba de leer mucho. Amaba la pesca, sí, pero de tanto leer había comprendido que esos relatos no eran más que fábulas.

Sus jóvenes compañeros de pesca le advertían que no era bueno que se burlara. Que lo que decían sus padres y abuelos era cierto. De hecho, a Milincho se lo había llevado una de ellas. La sirena lo encantó una noche y no se volvió a saber de él nunca más.

Total, los cuentos iban y venían entre los hombres del pueblo dedicados a arte de la pesca. Chu seguía con su notable negativa. No obstante, no dejaba de contarle eso a Coral Marino, su amiga de infancia. Ellos se veían siempre en la misma enramada que les vio crecer. Allí se divertían y se reían de los cuentos de los viejos.

Cada día, Chu pedía permiso a su mamá, luego de jugar videojuegos, y salía al encuentro con ella, con Coral. Hacía tiempo que Josefa, la madre del joven pescador, le había negado el permiso para verse con la chica, así que él se inventaba una excusa cualquiera o simplemente se escapaba.

Un día, en los encuentros habituales con Coral frente al mar, Chu miró algo extraño al fondo del mar. Era como una cola de pez, pero inmensa, que chapoteó y elevó el agua bien alto. Él no dio crédito a lo que sus ojos miraron. Rápidamente, se lo dijo a Coral. Ella volteó, miró fijamente y se quedó con la boca totalmente abierta; la cola de pez volvió a salir brevemente del agua.

De repente, empezó un canto hermosísimo. Chu lo escuchó claramente. Venía justo de donde vio el chapoteo. Agudizó la mirada y pudo ver esta vez en el mismo lugar el torso de una mujer hermosísima.

—¡Coral, voltea! ¡Mira eso! ¡Es una mujer en el mar! —gritó Chu.

Coral dio un golpe en el brazo a Chu y salió corriendo. Pero Chu se quedó allí, paralizado del miedo, mientras Coral lograba escapar.

De repente, de la nada, Chu empezó a escuchar el cántico de nuevo, pero esta vez estaba más cerca de él. Se sintió paralizado y le dijo a Coral que lo ayudara, porque no podía moverse. Al voltear, no la vio. Eso le dejó más asustado.

El muchacho volvió a llevar su mirada al mar y pudo ver cómo la mujer que estaba en la distancia, ahora estaba a escasos metros de la orilla. El canto persistía, pero ella no movía los labios. Él seguía petrificado, sin sentido, como por un embrujo. “¡Coral!”, volvió a gritar, pero ella no estaba.

Pasados dos segundos, el canto se hizo más intenso, como si le cantaran en su oído. Él no podía moverse, pero vio que del mar emergió la mujer que estaba a lo lejos minutos atrás. Del torso para arriba era bellísima, pero donde debían estar los pies tenía una gran aleta. Cuando Chu vio aquello, trató de gritar, pero su boca fue cubierta con algas por la sirena.

La sirena agarró a Chu con los dos brazos y cuando se disponía a llevárselo al agua, llegó Coral y la empujó. La sirena cayó de lado, gritando del enfado, y soltó a Chu, que salió del estado de miedo en el que se encontraba; ambos corrieron y nunca más volvieron a ir solos a ese lugar.

Otros cuentos de interés

Cuentos de ciencia ficción para niños.

Cuentos policiales.