El coronavirus, ¿una crisis preindustrial?

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La parálisis de la economía mundial como consecuencia del confinamiento nos indica que esta crisis no será como la de 2008 sino como las anteriores a la Revolución Industrial, enfrentando a nuestra sociedad a un desafío inesperado. En este artículo analizamos sus características y precedentes inmediatos.

La propagación del coronavirus y las consiguientes medidas de confinamiento aplicadas en todo el mundo han dado lugar a una fuerte caída del producto interior bruto (PIB) mundial, con un impacto aún difícil de cuantificar sobre las cifras de desempleo.

En este contexto, son muchos los analistas que comparan la actual crisis económica con la sufrida en 2008, intentando ver parámetros similares que puedan ayudarnos a encontrar soluciones. Este punto de vista parece ser compartido incluso por Christine Lagarde (actual presidente del Banco Central Europeo), cuando se refirió a este contexto como “un escenario que recordará a muchos de nosotros la gran crisis financiera de 2008” (cumbre de la UE del 11/03/2020).

Buscando precedentes

Sin embargo, existen múltiples motivos que nos permiten afirmar que la naturaleza de esta crisis es radicalmente distinta a la de nuestros referentes más inmediatos, como la Gran Recesión de 2008 o el Crack de 1929.

La principal razón radica en que estas crisis se gestaron en procesos previos de distorsión de los mercados que generaron burbujas y por tanto profundos desajustes entre oferta y demanda. Los problemas de la economía actual, por el contrario, derivan de un shock externo de oferta debido a factores completamente ajenos a la economía como es la prohibición de que las empresas funcionen normalmente.

De esta manera, la causa directa del hundimiento de la producción es el hecho de confinar a los trabajadores en sus casas, no comportamientos disfuncionales previos en los mercados que hubieran acabado estallando como ha ocurrido con las burbujas.

Podemos decir, por tanto, que nos encontramos ante una crisis de oferta, aunque este shock pueda tener efectos colaterales sobre la demanda a través de la ley de Say, como explicaremos más adelante.

Como ya hemos comentado, es difícil establecer paralelismos con crisis anteriores ya que no se trata de burbujas bursátiles (1929, 1987, 2000, 2008), de modelos de crecimiento de desmesurada intensidad energética (1973) o de episodios de pánico bancario (1873).

Si queremos buscar precedentes similares debemos por tanto retroceder aún más en el tiempo, a las economías preindustriales donde los shocks de oferta debido a factores externos (principalmente la mala meteorología o las enfermedades en los cultivos) eran relativamente frecuentes. Sin lugar a dudas, el ejemplo más cercano y mejor documentado en Europa de una crisis de este tipo es la Gran Hambruna Irlandesa, de la que podemos sacar tres valiosas lecciones para entender nuestra situación actual.

Las lecciones de la Gran Hambruna Irlandesa

La crisis irlandesa demuestra la inutilidad de intentar potenciar una demanda agregada elástica sobre una oferta rígida.

En primer lugar, en lo que respecta a las causas directas de este tipo de shocks externos, es evidente que, lamentablemente, es imposible evitar que tengan lugar, al menos desde el ámbito de la economía. De la misma manera que nadie podía prever ni impedir la llegada del Phytophthora infestans que devastó las cosechas irlandesas de patata, ningún economista podría haber hecho nada para evitar la aparición del COVID-19.

En este sentido, lo cierto es que por muchas medidas de prevención que se puedan tomar, es imposible estar completamente protegidos ante agentes externos que irrumpen en nuestras vidas por sorpresa y condicionan nuestras acciones individuales, lo que indefectiblemente acaba afectando a la sociedad en su conjunto. La conclusión, por tanto, es que ninguna economía, por muy próspera y equilibrada que pueda ser, es capaz de resistir un shock de estas características sin sufrir repercusiones en los niveles de empleo y PIB.

Esta premisa nos conduce a la segunda conclusión. Si prevenir la aparición de estas crisis es imposible, la solución debe pasar necesariamente por la capacidad de reacción que tengan las economías para adaptarse a las nuevas condiciones. El ejemplo de Irlanda es muy claro en este sentido, ya que las múltiples restricciones que pesaban sobre la economía de la isla habían generado una dependencia excesiva de determinados productos e impedían que el sector agrícola se pudiera reconvertir. Esta rigidez de la oferta fue precisamente lo que acabó convirtiendo una serie de malas cosechas en una crisis humanitaria de primer nivel.

En el contexto actual quizás nos podría parecer demasiado lejana la idea de unos campesinos condenados a insistir una y otra vez en la plantación de patatas aún a sabiendas de que posiblemente la cosecha sería un fracaso, por la simple razón de que no podían hacer otra cosa. Hoy en día no tenemos problemas en la agricultura, pero sí miles de bares, restaurantes y hoteles en todo el mundo que los gobiernos animan a reabrir y que sólo pueden limitarse a ver cómo siguen pasando los días, esperando a unos clientes que posiblemente no volverán.

¿Son tan diferentes estas dos realidades? En esencia, su problema es el mismo: economías altamente dependientes de un sector y sin capacidad de adaptación ante cambios inesperados, por lo que el impacto se traduce íntegramente en destrucción de empleo y de riqueza.

La conclusión de que el problema es esencialmente una crisis de oferta nos lleva a la tercera premisa, la inutilidad de los planes de estímulo por la vía de la demanda. En este sentido la experiencia irlandesa ha demostrado que los intentos de reactivar la economía con aumentos del gasto público no constituyen una solución, ya que parten de inyecciones artificiales de dinero para estimular el consumo. El problema es que potenciar una demanda elástica sobre una oferta rígida y en contracción, solamente profundiza el desequilibrio entre ambas variables, no genera empleo a largo plazo y en ocasiones también dispara la inflación.

En un contexto global en el que el nivel de vida de tantas personas está siendo amenazado es importante resaltar este punto, ya que se deben distinguir las políticas de asistencia social de las de reactivación económica. Por este motivo, es legítimo que ciertos gobiernos puedan plantear determinadas medidas temporales dirigidas a paliar las necesidades materiales de personas en situación especialmente vulnerable (como ocurre con las rentas mínimas), pero siempre que sean abordadas como decisiones de índole humanitaria y nunca pretendiendo convertirlas en la clave para reactivar la economía.

Las acciones del poder público sobre la demanda agregada, por tanto, deberían quedar reducidas al mínimo indispensable para paliar las consecuencias y no deberían sustituir a las dirigidas a la causa del problema, es decir el hundimiento de la oferta.

Estas tres enseñanzas de la crisis irlandesa nos llevan a preguntarnos por qué tantos gobiernos en todo el mundo parecen confundir el shock de oferta que ha producido el COVID-19 con una crisis de demanda, al menos si leemos las noticias sobre los planes de estímulo de inspiración keynesiana que se prevén en cuanto se normalice la situación sanitaria. La ley de Say, si bien no es aceptada por todos los economistas, quizás podría ayudarnos a encontrar una explicación.

La crisis del coronavirus y la ley de Say

Cualquier solución que pretenda atacar la raíz del problema deberá pasar necesariamente por flexibilizar todo lo posible las condiciones de producción.

Como sabemos la formulación de la ley de Say establece que toda oferta genera una demanda equivalente. Por supuesto, esto no significa que producir un bien vaya a crear simultáneamente una demanda del mismo, pero sí que la duración del ciclo productivo requerirá pagos a los factores de producción. A su vez, estas transferencias de renta se convertirán en consumo e inversión para otros mercados, según las preferencias de los agentes que participan en el proceso y las tasas de preferencia temporal (o tipo de interés).

En el contexto actual, una empresa que ve paralizada su actividad y debe realizar despidos dejará de transferir renta a sus factores de producción (materias primas, salarios de empleados, etc.). Como es natural, tanto proveedores como trabajadores desempleados dejarán de recibir recursos y tendrán que ajustar sus niveles de consumo y ahorro, extendiendo la crisis a otros sectores vía reducción de la demanda.

Podríamos decir entonces que si bien la crisis ha golpeado duramente la demanda agregada de nuestras economías, lo ha hecho sólo de forma colateral y como consecuencia de una contracción previa de la oferta. Por tanto, resulta evidente que cualquier solución que pretenda atacar la raíz del problema deberá pasar necesariamente por facilitar el uso de nuestras capacidades productivas en el nuevo escenario económico que ha configurado la pandemia del COVID-19.

Dicho de otra manera, se trata de flexibilizar todo lo posible las condiciones de producción para que empresas y trabajadores puedan adaptarse a los cambios en los hábitos de consumo y de esta manera se minimice el impacto sobre el crecimiento y el empleo. En Irlanda, los efectos de la crisis fueron remitiendo precisamente cuando la abolición de leyes proteccionistas permitió una paulatina reconversión del sector agroganadero y la transferencia de mano de obra hacia la industria, aunque la aplicación tardía de estas reformas permitió que se prolongara la tragedia.

En resumen, para que todo esto sea posible es esencial que las economías cuenten con determinadas condiciones que faciliten las transacciones flexibilizando sus condiciones.

Si bien es cierto que estas soluciones pueden parecer lejanas en países donde las necesidades de salud y seguridad han disparado el gasto público, no debemos obviar la destrucción del tejido productivo que ya podemos apreciar en nuestras economías cuya salvación reclama medidas urgentes.

Por este motivo quizás sería útil que cuando la situación sanitaria se normalice y se propongan grandes planes de estímulo nuestras autoridades económicas presten atención a las enseñanzas que nos brinda la historia.