Definición de inanimado

Con origen etimológico en el vocablo latino inanimātus, inanimado es un adjetivo que hace referencia a lo que carece de alma. El término también alude a aquello que no brinda señales de vida.

Por ejemplo: “Cuando el hombre empezó a tratar al muñeco inanimado como a una persona, sus familiares comenzaron a preocuparse”, “El vehículo avanzaba a toda velocidad cuando se topó con un objeto inanimado que obligó al conductor a realizar una maniobra brusca”, “El ser inanimado de pronto cobró vida gracias a la intervención del hada”.

Aunque suele asociarse lo inanimado a la falta de movimiento o movilidad, el concepto en realidad no se vincula a lo inmóvil o inamovible, sino a la falta de ánima. Esa ausencia de alma como principio o esencia de la vida supone que lo inanimado no pertenece al plano de lo humano.

Resulta sencillo comprender la noción de inanimado a partir de la famosa historia de Pinocho. Este personaje creado por el escritor italiano Carlo Collodi es una marioneta de madera: no tiene alma ni vida. Sin embargo, un hada lo convirtió en un niño real a partir del deseo de Geppetto, el hombre que había fabricado al muñeco. Pinocho, de este modo, deja de ser inanimado y se transforma en un ser humano.

La cuestión de lo inanimado motiva todo tipo de debates filosóficos, religiosos y hasta científicos. Una muestra de la importancia del consenso sobre la existencia o la ausencia de alma se da en la gestación. Definir en qué momento un conjunto de células empieza a considerarse como un ser humano que ya dispone de alma es clave para analizar el aborto, por citar un caso.

Este término forma parte de un grupo relativamente peculiar ya que no es especialmente raro ni difícil de entender pero tampoco se usa a menudo en el habla cotidiana. Esto se debe a que en una conversación informal solemos adjetivar aquellos sustantivos que no se encuentran en el foco de nuestro discurso sino solamente los que más nos interesan y, sobre todo, para expresar nuestros sentimientos hacia ellos.

Puesto en un ejemplo, si le contamos a un amigo que el día anterior estuvimos en una tienda y compramos un abrigo, probablemente nos enfoquemos en este último para describirlo con adjetivos, ya que es el objeto de nuestro interés, y no nos detengamos en las características del edificio, del barrio, de la gente, etcétera, como sí ocurriría en una narración literaria. Dicho esto, cuando hablamos de un mueble o de una roca no necesitamos aclarar que son objetos inanimados, así como no aclaramos que una persona o un perro no lo son.

En el ámbito de la retórica, existe una figura denominada prosopopeya o personificación que consiste en dar a los objetos inanimados, a las ideas abstractas o a los animales acciones o cualidades propias de los seres humanos. Esto pertenece al grupo de las metáforas ontológicas (la ontología es la rama filosófica que estudia las relaciones entre los actos y sus sujetos, así como entre los entes).

Un ejemplo clásico de prosopopeya se encuentra en el siguiente extracto de la obra Phèdre del dramaturgo francés Jean Racine: «¡Con qué rigor, Destino, tú me persigues!». En otros casos podemos ver personificada a la muerte, a la naturaleza o a los astros, por ejemplo. Los animales que hablan, caminan y visten como seres humanos también son muy comunes en la ficción, en especial en la destinada al público infantil aunque no de forma exclusiva.

Cabe mencionar que en sus orígenes, el concepto de prosopopeya se definía como la atribución de acciones a personas fallecidas o ausentes, como cuando se habla de lo que harían nuestros antepasados si estuvieran aquí.

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