Definición de animalidad
El vocablo latino animalĭtas llegó al castellano como animalidad. Así se denomina a la condición o la naturaleza animal.
Los animales, en tanto, son seres vivos sintientes que se desplazan por su propio impulso. Más allá de su inteligencia, la definición tradicional del concepto de animal hace referencia a su irracionalidad, en oposición a la capacidad de raciocinio que tienen las personas.
La animalidad, en este marco, es aquello propio de un animal. Se asocia la noción al instinto o a la esencia de estos seres orgánicos.
Muchas veces se alude a la animalidad para describir o explicar acciones de un animal que, desde la perspectiva humana o trasladadas a la conducta de un ser humano, resultan crueles o bestiales. Esta animalidad irrumpe cuando una leona sale de cacería y mata a un cachorro de otra especie para alimentarse, por mencionar una posibilidad.
Tomemos el caso de un perro que vive como mascota en una casa. Los amos del can suelen humanizarlo, comprándole ropa o festejándole el cumpleaños. Sin embargo, pese a la domesticación, el perro sigue siendo un animal. Su animalidad puede aparecer, por ejemplo, si ataca a un niño por sentirse amenazado. Ese ataque no puede ser juzgado con criterios éticos (no es un acto “malo”), sino que tiene que ser entendido a partir de la condición animal del perro.
Se trata de uno de los casos más comunes de paso por alto de la animalidad. Casi todos los seres humanos que conviven con perros (y gatos, también) los tratan como si fueran «una persona más», algo que en principio no tiene nada de malo, sino que refleja el amor que llegan a sentir por ellos. No es raro oírlos decir «lo quiero como a un hijo» o «lo trato como a un par». El problema comienza, sin embargo, cuando se les exige que cumplan todas nuestras reglas.
La definición convencional de animalidad incluye una apreciación con respecto al funcionamiento del cerebro de los animales, en particular a su incapacidad de razonar. Cabe señalar que no todo el mundo está de acuerdo con esta afirmación, pero incluso si fuera cierta no deberíamos olvidar que el raciocinio o el modo de pensar de cada especie es probablemente diferente. Por esta razón, sin entrar en acusaciones acerca del potencial cerebral de cada especie, no podemos pretender que un perro respete las leyes escritas por un ser humano, así como nosotros no seríamos capaces de respetar las de un lobo.
Es frecuente, por otra parte, que se hable de la animalidad del ser humano. En este caso, se hace mención a los rasgos dados por la biología o que no están atravesados por la cultura, o a las acciones que no presentan los frenos inhibitorios que se adquieren socialmente.
En este punto entramos una vez más en el matiz despectivo hacia los animales: decimos que la cultura nos aleja de la animalidad, como si los animales no tuvieran su propia cultura. Que no entendamos sus códigos no significa que no los tengan; basta con observar de cerca a cualquier especie para descubrir que su mundo es tan rico como el nuestro, aunque diferente. Esto no quita que todos los seres vivos con ciertas características en común tengamos un cierto grado de animalidad, algo que no se puede arrancar por medio de las imposiciones sociales.
En nuestro caso, a diferencia de lo que ocurre con el resto de las especies, nos apoyamos en el amparo que nos brindan los cuerpos de seguridad y el Poder Judicial: si alguien nos amenaza o nos hace daño, lo denunciamos y confiamos en que el Estado nos proteja. Acusamos a ese individuo de no haber «controlado su animalidad», algo que lo vuelve raro y peligroso. Nosotros, en cambio, actuamos de acuerdo con las leyes. En resumen, animalidad no significa ser menos sofisticado, sino más natural: si me atacan, me defiendo; si tengo hambre, consigo mi comida por mis propios medios, sin recurrir a la explotación.