Ejemplos de
Narrador Protagonista

Narrador Protagonista

El narrador protagonista se da cuando quien narra la historia es el personaje principal de la historia, y cuenta la trama en primera persona. Por ejemplo: Escuché sus palabras con atención; traté de contenerme lo mejor que pude, pero la forma en la que nos mentía a todos, hizo que no pudiera disimular mi indignación. 

Características del narrador protagonista

  • Es el personaje al que le ocurren los acontecimientos fundamentales.
  • Cuenta la historia con un lenguaje personal y subjetivo, por lo que suele hacer alusión a sí mismo, así como también emitir opiniones y juicios de valor.
  • Puede ocurrir que en su relato el narrador protagonista se contradiga y cuente aquello que le convenga.
  • A diferencia de otros tipos de narradores, el protagonista solo puede contar lo que sabe al momento de narrar la historia, lo que ha presenciado o lo que otros personajes le han contado. Desconoce los pensamientos, los sentimientos y la historia del resto de los personajes.

Ejemplos de narrador protagonista

  1. Fue como vivir en una distopía. En aquellos días, libros como 1984, Fahrenheit 451 y hasta Un Mundo feliz se me venían a la mente todo el tiempo. Y ni hablar de El cuento de la criada. Salir a la calle para comprar algunos víveres me hacía sentir como un criminal. Y las fuerzas de seguridad se encargaban de hacérmelo sentir. Ir a cualquier tienda o mercado era toda una odisea: largas colas, locales prácticamente saqueados en los que escaseaba todo lo que resultaba indispensable para sobrevivir. Por las mañanas, el silencio era tal que comencé a escuchar sonidos que nunca antes había sentido. Los pájaros volvieron a cantar, o quizás siempre lo habían hecho pero el ruido del transporte público lo había opacado todos estos años. Por momentos, me sentía vacío; mi pecho se oprimía y tenía ganas de gritar hasta estallar. Aunque también aprendí a disfrutar algunas pequeñeces: las estrellas, el atardecer y hasta el rocío que por las mañanas cubría mi jardín.
  2. El lugar estaba repleto de gente. El salón, que de día parecía tan amplio, esa noche parecía diminuto. Pero a la gente parecía no importarle. Todos bailaban y reían. La música hacía retumbar las paredes mientras que las luces apenas ayudaban a identificar algunos rostros. Sentí que me ahogaba. Deseaba no haber ido; anhelaba mi casa, mis sábanas limpias, el silencio y mi lámpara de pie. Hasta que de repente lo vi, allá en el fondo, lejos, con un vaso en su mano. Y vi que me miraba. Levantó su mano para saludarme y me hizo señas para que me acercara. A partir de ese momento, el ruido, la falta de aire y el calor dejaron de molestarme y la falta de luz dejó de ser un problema.
  3. Me sentí orgullosa. Por primera vez en mi vida, me sentí orgullosa al ver cómo aquel paciente, al que nadie le tenía fe cuando llegó a la clínica, al que todos daban por muerto, abandonaba el edificio por sus propios medios. Y sabía que a partir de ese día él iba a poder llevar una vida normal, como la que tenía antes de haber llegado a este lugar. Recuerdo la emoción de su esposa, la alegría con la que sus hijos lo abrazaron y sentí que valía la pena, que de verdad valía la pena dormir poco y esforzarme tanto. La retribución era otra. Era ver cómo la gente que atravesaba aquellas puertas de vidrio volvía a vivir y que quizás, en esa nueva vida, nosotros ocupábamos un pequeño lugar.
  4. Encendí un cigarrillo y me apresté a esperarlo. Sabía que vendría; pero sabía que se haría rogar, que se tomaría su tiempo para llegar y que me haría notar que ni siquiera le incomodaba llegar tarde. Haría como que no lo había notado. Le pedí un whisky a la camarera y me dispuse a esperar. Mientras bebía ese líquido amarillento de dudoso origen, empecé a recordar la forma en que trataba a mi madre, las veces que la ignoró. También se me vinieron a la mente aquellos sábados por las mañanas, cuando tenía mis partidos de fútbol y solo estaba ella para alentarme y celebrar mis goles. Él jamás apareció. Y ni siquiera se esforzaba para inventar alguna excusa para argumentar su ausencia: simplemente se quedaba en la cama hasta la tarde, cuando se levantaba, abría la heladera y agarraba lo primero que encontraba. Se sentaba en el sillón y miraba la tele mientras masticaba haciendo ese ruido desagradable que todavía puedo escuchar. La escena se repetía cada sábado, en los que siempre vestía esa bata marrón, que cada vez que la recuerdo se me revuelve el estómago. Abrí mi billetera, dejé unas monedas sobre la mesa y me fui de ese asqueroso bar, con la cabeza a gachas, evitando toparme con él en mi trayecto hacia el auto.
  5. Nunca me sentí tan incómoda como aquel día, en aquella audición, en la que el talento parecía no importar, la entonación era un dato menor y saber tocar un instrumento ni siquiera era un plus. Lo único que importaba en aquel casting eran las medidas, la apariencia, la ropa que llevaba puesta. Antes de que fuese mi turno para subir al escenario, me fui de ese horroroso lugar, dando un portazo –que a nadie le importó– solo para desquitarme, para sacarme la furia que me invadía en ese momento.

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