Fiebre del ferrocarril

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A mediados del siglo XIX, en pleno desarrollo de la segunda revolución industrial, el ferrocarril vivió un proceso de expansión. En este momento, dotarse de una línea de ferrocarril se convirtió en uno de los grandes objetivos de las principales ciudades europeas.

En este contexto, se multiplicaron las compañías dedicadas a la construcción de este tipo de infraestructuras. Muchas de ellas, además, estaban participadas o promovidas por administraciones públicas. Esta expansión y toda la burbuja que se generó en torno a ella, se conoce como la fiebre del ferrocarril.

La aparición y el desarrollo del ferrocarril

La base sobre la que se sustentó el nacimiento del ferrocarril fue el motor de vapor. La primera locomotora de vapor fue patentada en 1769 por James Watt. Sin embargo, no fue hasta 1804 cuando una locomotora pudo ser empleada para arrastrar un tren.

La primera vez que una locomotora se utilizó para arrastrar trenes como transporte público fue en 1825.  Y en 1830 se inauguró la primera línea de ferrocarril interurbano, que unía Manchester y Liverpool. A partir de este momento, la expansión de este medio de transporte avanzó de un modo imparable, mientras se introducían nuevos avances, como la electrificación o la dieselización.

La expansión del ferrocarrill

A lo largo del sigo XIX, se produjo la expansión del ferrocarril, de forma paralela al desarrollo de la segunda revolución industrial. Con ello, la industrialización llegó a nuevos países europeos, como Francia, Alemania, Bélgica, y a otros más allá de Europa: Japón y Estados Unidos.

La expansión del ferrocarril, que se convirtió en uno de los símbolos de la expansión de la industrialización, queda reflejada de forma notable en algunos datos comparativos. Si en 1840, en Europa solamente nueve países disponían de algún trazado ferroviario y no se superaban los 4.000 kilómetros de línea, en 1870 se habían superado los 100.000 kilómetros de ferrocarril en Europa y los 70.000 kilómetros en Estados Unidos.

Con estas cifras puede intuirse muy fácilmente la importancia del ferrocarril como principal medio de transporte a partir de mediados del siglo XIX. Las repercusiones de este fenómeno fueron notables, especialmente en los aspectos relacionados con el comercio. Nunca antes se habían acortado tanto las distancias. De tal forma, el comercio nacional, pero también internacional, sufrió un fuerte impulso que permitió la consolidación de un capitalismo que comenzaba a ser global y, consecuentemente, condicionó la política y las relaciones internacionales del momento.

La burbuja del ferrocarril

La fiebre del ferrocarril puede ser considerada la primera burbuja creada en torno a la innovación tecnológica. Las burbujas que se dieron antes, en cambio, poseían un carácter primordialmente comercial: la tulipomanía en los Países Bajos o el espejismo del Mar del Sur son algunos ejemplos.

En pleno proceso de expansión de una tecnología que se presentaba como la base del comercio futuro, las compañías del sector ferroviario atrajeron la atención, sobre el supuesto de que sería un negocio seguro. En Reino Unido esta idea se conjugó con la liberalización del sector, motivo por el cual se produjo una auténtica fiebre vinculada al desarrollo de nuevas líneas.

Ante la gran afluencia de inversores hacia el sector ferroviario, las acciones de estas compañías aumentaron su valor. Ello fomentó que las compañías, en un ambiente de optimismo sobre el sector, planificaran la realización de grandes proyectos que requerían de abultadas inversiones. Se diseñaron proyectos que resultaban inviables o, en el mejor de los casos, de muy difícil ejecución. En ese contexto, los especuladores ocuparon posiciones para invertir importantes sumas a la espera de vender sus acciones a precios mucho más altos, en algunos casos, incluso antes de que las líneas proyectadas estuviesen finalizadas.

En este escenario, en el que la especulación y unos proyectos inviables caminaron de la mano, la burbuja acabó por estallar. Ello sucedió cuando se hizo patente que las grandes sumas invertidas no iban, ni tan solo, a recuperar, en muchos casos, las inversiones. Ello arrastró a muchas compañías y accionistas que esperaban un retorno de su inversión con un alto margen de beneficio, cosa que no ocurrió.