Definición de educación
La educación puede definirse como el proceso de socialización de los individuos. Al educarse, una persona asimila y aprende conocimientos. La educación también implica una concienciación cultural y conductual, donde las nuevas generaciones adquieren los modos de ser de generaciones anteriores.
La educación formal se desarrolla en instituciones como la escuela.
Características del proceso educativo
El proceso educativo se materializa en una serie de habilidades y valores, que producen cambios intelectuales, emocionales y sociales en el individuo. De acuerdo al grado de concienciación alcanzado, estos valores pueden durar toda la vida o sólo un cierto periodo de tiempo.
En el caso de los niños, la educación busca fomentar el proceso de estructuración del pensamiento y de las formas de expresión. Ayuda en el proceso madurativo sensorio-motor y estimula la integración y la convivencia grupal.
Modalidades de educación
La educación formal o escolar, por su parte, consiste en la presentación sistemática de ideas, hechos y técnicas a los estudiantes. Una persona ejerce una influencia ordenada y voluntaria sobre otra, con la intención de formarle. Así, el sistema escolar es la forma en que una sociedad transmite y conserva su existencia colectiva entre las nuevas generaciones.
Por otra parte, cabe destacar que la sociedad moderna otorga particular importancia al concepto de educación permanente o continua, que establece que el proceso educativo no se limita a la niñez y juventud, sino que el ser humano debe adquirir conocimientos a lo largo de toda su vida.
Gracias a la educación se puede estructurar el pensamiento y desarrollar formas de expresión.
Dentro del campo de la educación, otro aspecto clave es la evaluación, que presenta los resultados del proceso de enseñanza y aprendizaje. La evaluación contribuye a mejorar la educación y, en cierta forma, nunca se termina, ya que cada actividad que realiza un individuo es sometida a análisis para determinar si consiguió lo buscado.
Evolución histórica
A lo largo de la historia, el enfoque que le hemos dado a la educación ha cambiado significativamente y en más de una ocasión. Su evolución es muy compleja, en parte porque no todos los conocimientos se transmiten en el mismo contexto ni con las mismas normas: mientras que en nuestros primeros meses de vida aprendemos espontáneamente de los mayores una serie de conceptos básicos tales como la manipulación de ciertos objetos, caminar, la comunicación oral y el juego, la escuela trae consigo una estructura mucho más rígida y ordenada.
Dentro de la educación escolarizada, en el pasado la tendencia mayoritaria era hacia la «militarización» del sistema: un maestro «omnisciente» se ubicaba frente a sus alumnos, quienes atendían en silencio y sentados sus lecciones. Se oponían dos figuras: la de la persona que tiene algo para enseñar y la del grupo que solamente puede aprender, pero que no aporta nada a la primera. Por fortuna, con el correr de las décadas esto fue cambiando y aún se encuentra en plena transición hacia una realidad flexible y personalizada, que dé a cada uno un rol significativo.
Precisamente, uno de los grandes fallos de la educación militarizada es que los maestros se cierren a los aportes de sus alumnos, como si no tuvieran nada que aprender. Esto perjudica a ambas partes: el maestro no crece a nivel profesional; los alumnos no reciben un espacio para opinar; los futuros alumnos no reciben un maestro más sabio, porque nunca incorpora nuevos conocimientos. Por otro lado, todos los estudiantes de un sistema cerrado deben aprender los mismos contenidos, de la misma manera, y se someten a las mismas evaluaciones, algo tan absurdo como injusto.
La educación hacia la que se tiende en la actualidad apunta a que cada alumno reciba un trato personalizado para que aprenda aquello que realmente le sirve y de la manera más adecuada a sus capacidades. Por ejemplo, a los futuros escritores no deberían exigirles un nivel de matemáticas propio de un científico.