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Absolutismo: principales características de este tipo de régimen político


A lo largo de la historia, se han creado muchas formas diferentes de gobernar y dirigir una sociedad. Una de ellas es el absolutismo.

Con este artículo podremos profundizar en este concepto y revisar cuáles son los rasgos más importantes que lo diferencian del resto. También conoceremos algunos de los ejemplos históricos de esta forma de gestionar el poder por parte de los gobernantes sobre los ciudadanos.

¿Qué es el absolutismo?

El absolutismo es un tipo de régimen político propio de la época del Antiguo Régimen, es decir, de la etapa previa a la Revolución Francesa, que trajo consigo el paso de la Edad Moderna a la Edad Contemporánea. El absolutismo tiene el estado absoluto como sistema político, de ahí su nomenclatura.

En otras palabras, para este tipo de régimen, los monarcas, que en esta época eran los gobernantes, son la máxima autoridad a todos los efectos para los tres poderes, que son el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Por lo tanto, será el rey el que tome las máximas decisiones acerca de qué leyes crear, cómo llevarlas a cabo y juzgar a aquellos que las quebranten.

Observamos, por lo tanto, que no existe una separación de poderes, ya que las tres fuerzas están concentradas en una única figura, la del monarca, como gobernante supremo de todos sus ciudadanos, sin estar sujeto a ningún tipo de ley superior, más allá de la divina que, como países cristianos, era la que estaba por encima de las terrenales.

De hecho, la idea de que el poder absoluto que ostentan estos monarcas es una derivación del poder supremo de Dios, que otorga a esas personas en concreto el deber y la capacidad de gobernar y extender la palabra sagrada. Alejándonos de Europa, en algunos países asiáticos se practicaba el despotismo oriental que iba un paso más allá, equiparando personificando en sus reyes a los propios dioses.

Una de las frases que mejor resume la esencia del absolutismo y sus implicaciones la pronunció precisamente Luis XIV de Francia, el Rey Sol, y máximo exponente de rey absoluto. Tras un intento de sublevación de una región francesa, el monarca se encontraba en el parlamento de París.

Alguno de los presentes cuestionó el alcance de la autoridad del rey, a lo que Luis XIV respondió: “El Estado soy yo”. Es cierto que la veracidad de esta escena y de las palabras exactas pronunciadas por el monarca, se ponen en entredicho según diferentes historiadores. Pero lo cierto es que condensa en muy pocas palabras lo que significa el absolutismo.

Diferencias entre absolutismo y totalitarismo

A menudo se cae en el error de equiparar indebidamente el absolutismo y el totalitarismo, siendo estos conceptos diferentes. Ya hemos visto algunas de las características del primero. En cuanto al segundo término, se refiere a un tipo de régimen político surgido en la edad contemporánea, y más concretamente a principios del siglo XX.

En un régimen totalitario, existe un partido político único que acapara todas las esferas de poder del Estado, y lo canalizan hacia un único líder. Además, intentan imponer una determinada ideología sobre todos los ciudadanos, pretendiendo como fin último que todos ellos piensen de una manera determinada para alcanzar el modelo de sociedad que pretenden.

Suelen contar con mecanismos como represión, censura o policía política para la consecución de esos objetivos y su mantenimiento en el poder, aplastando cualquier atisbo de disidencia o resistencia que pueda surgir y que suponga el germen para la potencial caída de dicho régimen totalitario.

Sin embargo, en el absolutismo, no existe ni tiene sentido la figura del partido político, concepto que no existía en la época de las monarquías absolutas. Tampoco hay un líder como tal, sino un rey que, como ya hemos dicho, ostenta la totalidad del poder. Otro importante detalle es que el régimen absolutista no pretende ninguna ideología para sus ciudadanos.

Por el contrario, lo que el absolutismo pretende de todos los súbditos no es otra cosa que la mera obediencia al monarca, y su reconocimiento como figura de poder incuestionable. Por ello, no requiere de mecanismos para modular el pensamiento de los ciudadanos, pero sí para lograr que reconozcan la autoridad real y le obedezcan.

Absolutismo monárquico

Etapas del absolutismo

El absolutismo experimentó una transformación, pasando por una serie de etapas. Su origen, es decir, su etapa inicial, está entre el siglo XV y el siglo XVI, es decir, a la transición entre la Edad Media y la Edad Moderna, marcada por el descubrimiento de América. A lo largo de esta primera fase, los monarcas europeos comenzaron a reunir prácticamente todas las esferas de poder sobre sus propias personas.

Pero en este primer nivel, aún había algunos límites, especialmente por parte de la religión, puesto que la Iglesia ostentaba aún el control sobre muchos de los países de Europa en ese aspecto, con el papa de Roma a la cabeza. Tras la división entre católicos y protestantes, dicha influencia quedaría reducida a un menor número de países.

Las monarquías de Europa, en esta época, estaban experimentando una evolución desde el feudalismo hacia el autoritarismo. Ese fue el camino hacia la concentración de poderes sobre unos pocos reyes que terminaría cristalizando en el absolutismo. Con el surgimiento de las naciones-estado, esa transformación se hizo más evidente, llegando a su máximo esplendor.

Sería en el siglo XVII, concretamente en a partir de la mitad de dicha centuria, cuando el absolutismo alcanzó su etapa más importante, personificándose, como mencionamos al principio, en el rey Luis XIV de Francia, el monarca absolutista por excelencia, que ilustró el fenómeno del estado-persona.

Sin embargo, esto no quiere decir que fueran sistemas totalmente férreos e inmutables, pues durante estos siglos fueron abundantes los levantamientos, las revueltas e incluso las revoluciones, en determinadas zonas, lo que en algunos países significaba poner en entredicho la autoridad del monarca absoluto.

El caso más palpable es el de la propia Revolución Francesa, que supuso nada menos que la caída de la monarquía absoluta en Francia, y la semilla para la caída de muchas otras dinastías a lo largo y ancho de Europa, en las décadas venideras.

Las fronteras del absolutismo

Aunque ya ha quedado claro que los monarcas absolutistas lograron una concentración de poder nunca vista, lo cierto es que todavía existían algunos límites que suponían una frontera a esa acumulación de fuerzas en una sola persona. El primero de estos límites, como ya anticipábamos, era la religión.

Todos los reyes de Europa eran de confesión cristiana, por lo que estaban sometidos, como todos los demás cristianos, a las leyes divinas y a los representantes de Dios en la Tierra, como era el caso del papa. Posteriormente, tras las escisiones de la Iglesia, algunos de estos monarcas dejarían de estar bajo sus órdenes, al dejar de ser católicos.

Igualmente, existían partes del derecho, englobadas en el derecho natural, desarrollado en tiempos del Imperio Romano, que son tan esenciales y universales, que ni siquiera el representante del absolutismo quedaría por encima de ellos. Algunas de sus ramas se sitúan en el derecho privado o el derecho de gentes, entre otras.

Además, aunque el monarca absoluto fuera la representación misma del Estado, tal y como (en teoría) dijo Luis XIV, lo cierto es que todo reino está sostenido sobre una serie de leyes fundamentales, que incluso pueden ser meras tradiciones que están tan arraigadas a un territorio y su sociedad que ni siquiera los deseos del monarca podrían quebrantarlas, o bien sería un motivo de revuelta popular si lo hiciera.

Dentro de estos límites del absolutismo se encontraría, por ejemplo, el principio de legitimidad por el cual el Estado es un continuo que está por encima de su monarca, aunque sea absoluto. En ese sentido, cuando esta persona muera o bien abdique sobre su heredero, todos los ciudadanos saben que habrá un nuevo rey y el Estado continuará manteniendo su identidad.

Otra tradición que quedaría por encima del rey es la del principio de religión. Dicho principio implica que el monarca siempre ha de mantener la confesión religiosa que tenga el propio Estado. Esta es una característica que se da tanto en el absolutismo como en otro tipo de monarquías.

Al respecto del principio de religión, existe un hecho histórico que lo ilustra perfectamente, y es la coronación del rey Enrique IV de Francia, que era de confesión protestante pero tuvo que adoptar la católica como requisito para ser el nuevo gobernante de dicho país. Se le atribuye la famosa frase de: “París bien vale una misa”, si bien es cierto que algunos historiadores opinan que es apócrifa.

Estos serían algunos de los límites que se darían en el absolutismo y que por lo tanto supondrían una frontera para la acumulación total del poder en los monarcas.