Lengua y literatura

No juzgues un libro por su portada (Refrán-relato)


No juzgues un libro por su portada es un refrán que transmite que las cosas, acontecimientos o personas son distintas a lo que parecen en el exterior o físicamente. Por tanto, es necesario tomarse un tiempo para evaluarlos y conocerlos en mayor profundidad, sin llegar a conclusiones precipitadas. A continuación puedes leer un relato sobre este refrán.

Se conocieron por esas casualidades que regala la vida, siendo ya mujeres adultas. Andrea era una mujer de 35 años bastante extrovertida, madura, muy metódica, con planes a corto y largo plazo, todo perfectamente organizado en objetivos específicos, pasos y presupuestos.

Ana, por su parte, era cinco años menor que Andrea, aunque se puede decir que mentalmente estaba como quince años por debajo de ella. Tenía muchos sueños, metas que buscaba lograr mientras intentaba resolver sus problemas cotidianos.

Lo único que estas dos mujeres tenían en común era el camino que recorrían en autobús para ir y venir de sus trabajos y el horario en que lo tomaban. Durante un mes Ana observó a Andrea. Algo en su corazón le decía que se acercara a ella, que tenían que ser amigas.

La joven mujer no sabía exactamente qué veía en Andrea que se le hacía alguien agradable, solo sentía un deseo enorme de acercarse y hablarle de su vida. Pero Andrea era sumamente tímida y reservada y no correspondía los constantes intentos de acercamiento.

Si Ana saludaba con la mano, Andrea se hacía la desentendida y volteaba; si Ana se iba a bajar por una puerta cercana a Andrea, esta última se alejaba, y así durante un mes.

Hay quien dice que si piensas mucho en algo, si lo deseas mucho, el universo se confabula y busca que aquello que anhelas se cumpla. Pues ese lunes a las 7:30 a. m., mientras Ana estaba sentada en el autobús leyendo el nuevo libro de su autor favorito, la magia pasó.

—Hola, disculpa que te interrumpa, ¿me podrías decir dónde conseguiste el libro que tienes en la mano? Amo a ese autor, sé que es lo último que sacó y ¡necesito leerlo! —dijo Andrea, emocionada.

Ana se puso un poco nerviosa, tanto que le costó asimilar lo que decía Andrea, pero como entendió la palabra “mano”, entonces vio la suya y lo comprendió.

—¿El libro? ¿Dónde? ¡Ah, sí! Lo compré en el kiosko de la esquina de la parada donde subimos, la señora es muy amable y tiene una gran variedad. ¿Te gusta mucho leer?…

La conversación se extendió todo el trayecto hasta que Ana debió bajar a su trabajo y Andrea seguir al suyo. Lo cierto es que a partir de ese pequeño diálogo un sueño se cumplió y se inició una amistad de autobús.

Más tarde ambas se encontraban en la parada para irse y regresar juntas. Las conversaciones siempre se mantenían bastante amenas, aunque ligeras, nada profundas. Hablaban de libros, de los precios en el mercado, de lo mal que conducían los choferes de los autobuses, en fin, nunca entraban en los detalles de sus vidas.

Andrea era quien quería sostener la amistad de esta manera. Ella se dio cuenta de los grandes esfuerzos que Ana hizo para acercarse, por eso dio aquel paso en el paso adelante en autobús y se acercó, pero hasta allí.

Con el tiempo Andrea notó que la joven mujer también quería un lugar en su vida y convertirse en una amiga cercana, eso no le agradó y marcó siempre la distancia en cada conversación. Ana llegó a notar en muchas ocasiones el desinterés en Andrea, pero persistía porque su amistad le hacía falta y le llenaba.

Con el pasar de los días y las conversas, a Andrea le empezó a caer mal Ana, había algo en ella que no le agradaba. Mientras Ana consideraba a Andrea una mujer de mundo, bondadosa, inteligente y directa, Andrea pensaba que Ana era una niña malcriada que no tenía idea de lo que quería en la vida.

Consideraba que Ana era una buena persona, de eso no dudaba, pero también se le hacía bastante fastidiosa y no tenía ningún deseo de extender la amistad más allá de esas conversaciones que entretenían los treinta minutos que le tomaba llegar al trabajo y los otros treinta minutos de vuelta.

Pasaron cerca de un año con esta amistad superficial, hasta Andrea le comentó a Ana, sin darse cuenta y sin querer, que era su último día de trabajo pues se quedaría en su hogar a ser ama de casa un tiempo y dedicarse a sí misma.

Ana entró en pánico, para ella esa hora de conversación significaba mucho en su vida. Además, no tenía ni el número telefónico de su amiga, aunque ella ya había notado que Andrea lograba evadir esa pregunta con gran astucia. La noticia descompuso la cabeza de Ana, quien no pudo concentrarse en su trabajo.

Derramó dos tazas de café sobre documentos sumamente importantes, cometió muchos más errores de los comunes e incluso insultó a su jefe sin querer al cambiar una letra de su nombre. No tenía cabeza para pensar en nada más que en que al otro día no vería nuevamente a su amiga.

Ana había dado por sentado que siempre tendría tiempo para que Andrea se abriera con ella y finalmente iniciaran el nexo de amistad profundo y verdadero con el que siempre había soñado.

Ana había creado en su mente momentos idílicos de película juvenil junto a Andrea. Se imaginaba manejando bicicletas, comiendo helados en los parques de la ciudad, yendo al cine y dedicando por lo menos un día al mes a hacerse mascarillas, pintarse las uñas y todas esas cosas que harían las niñas en las pijamadas de las películas americanas.

Ana sí era una niña de corazón, y como niña quería desesperadamente ser amiga de Andrea. Su corazón infantil veía en Andrea una hermana mayor, la que nunca tuvo.

Existía una razón por la que Ana llenaba su vida de rosa. Tuvo una infancia muy dura, llena de maltratos, una madre sumisa con un padre agresivo que utilizaba los insultos como medio de expresión única.

En el bus de regreso siguieron conversando. Andrea actuaba como si nada, como si no le hubiera derrumbado el mundo a Ana esa mañana. Cuando llegaron a su parada y Andrea se disponía despedirse como lo hacía siempre, Ana hizo lo que creía correcto y necesario.

—Andrea, de verdad me gustaría mucho tener tu teléfono y mantenernos en contacto, creo que tenemos muchas cosas en común y me gustaría seguir compartiendo contigo —dijo Ana, entre la emoción y la melancolía.

Andrea se lo pensó unos segundos y al final le dio su número. Imaginó que no tenía nada que perder, al final siempre podría bloquearla si se ponía muy fastidiosa.

Ana saludaba a Andrea todos los días por WhatsApp. Andrea no siempre devolvía el saludo, pero al final se sentía mal por no ser más amable y terminaba respondiendo. Ana se aferraba a esa amistad con las uñas.

La realidad es que Ana tenía problemas para confiar en las personas y se sentía muy sola. Ella había creado una burbuja bastante pequeña en la que vivían su igualmente inocente esposo y su amorosa madre. El resto del mundo no estaba invitado y ella salía poco de esa burbuja, pues siempre que lo intentaba terminaba lastimada.

Andrea también era bastante solitaria. Cuando pequeña había sido muy maltratada por sus compañeros del colegio, por lo que había creado un mundo privado. Sin embargo, Andrea fue floreciendo al crecer, si bien seguía siendo una persona solitaria, era por elección. Una elección que además disfrutaba mucho.

Mientras Ana gastaba horas en buscar agradarle al mundo con maquillajes costosos, tratamientos capilares y demás arreglos superficiales, Andrea dedicaba su tiempo a aprender de sí misma, a comprender al mundo más que a agradarle. Andrea se sentía bastante a gusto con su vida, probablemente eso era lo que Ana quería aprender de ella.

Andrea logró sostener la conexión con Ana cerca de un año por medio de mensajes; o sea, fue una amistad netamente virtual. Pero si algo era cierto en Andrea es que era bondadosa, y cada vez que Ana solicitaba consejo, ella se lo daba lo mejor que podía.

A pesar de evitarlo, Andrea se había convertido en la mejor amiga de Ana. Además, sin quererlo, Ana había calado hasta su corazón ocupando un cuartito pequeñito. Andrea se seguía negando a establecer una amistad mucho más profunda, por lo que seguía siendo un misterio para Ana.

Desde que Andrea se había dedicado a la casa y a su matrimonio, se sentía muy feliz. Al fin sentía que tenía tiempo para ella misma y podía disfrutar de la soledad momentánea en la que vivía mientras su esposo trabajaba.

Un día Andrea decidió salir de paseo, sola, a recibir los rayos del sol y cambiar de aire. Pensó en ir al parque, almorzar con su esposo cerca de su trabajo y luego ir a ver la tienda de libros para regresar a casa. Pero el destino tenía preparado algo más.

Cuando cruzó la calle para tomar el bus que la llevaría a su primer destino, un auto la atropelló. Andrea cayó al piso totalmente desmayada. Cuando el universo manda mensajes, muchas veces son por las razones menos obvias. Justo en el instante en que Andrea era atropellada, Ana iba rumbo al trabajo —tarde, por primera vez en su vida— y vio todo lo que pasó.

Inmediatamente Ana corrió a un lado de Andrea, pidió que llamaran a una ambulancia y a tránsito y tomó una foto de la placa del conductor por si se daba a la fuga. En ese momento Ana se convirtió en una mujer empoderada, olvidó el miedo con el que vivía, sabía que el bienestar de Andrea dependía de que ella manejara todo con cabeza fría.

“¿Qué haría Andrea en este caso?”, esa era la frase que retumbaba en el fondo de la mente de Ana y que le daba la fuerza para no echarse a llorar sobre el pavimento donde estaba tendida la que era, para ella, la única amistad verdadera que había tenido.

La joven mujer no permitió que movieran el cuerpo de su amiga hasta que llegaran los paramédicos. Cuando estos hicieron acto de presencia, les dio toda la información que tenía sobre Andrea mientras se comunicaba con el esposo para informarle la clínica a la que sería trasladada, a la vez que terminaba de llenar los papeles sobre alergias y patologías.

Al llegar la policía, Ana mantuvo la compostura para explicar cómo el conductor trató de pasarse una luz roja en el momento en que atropelló a su amiga. Gracias a su calma los policías pudieron terminar su trabajo rápido y llevar detenido al culpable.

Ana sintió por un momento cómo había evolucionado. Sabía que Andrea la trataba un poco distante y sin tanta entrega, pero también sabía todo el bien que le había hecho esa amistad. Se sentía agradecida de poder reaccionar con calma ante la adversidad gracias a los regaños de Andrea cada vez que perdía la cabeza.

Ana llamó a su trabajo e informó lo que había pasado y pidió el día. Al llegar a la clínica donde estaba Andrea supo que su amiga no había sufrido lesiones graves o irrecuperables, pero estaba en quirófano por una fractura en la pierna.

Ana y Francisco, el esposo de Andrea, conversaron y esperaron mientras Andrea despertaba. Ambos querían estar ahí y ser lo primero que viera. La noche la pasaron en vela, preocupados, por algunos momentos no creyeron en las palabras de los médicos y pensaban que Andrea nunca despertaría.

Pero, como era de esperarse, al día siguiente Andrea despertó, adolorida, pero feliz de ver a Francisco, y, sin darse cuenta, también feliz de ver a Ana.

La parte más dura vino después, la recuperación. Andrea solo contaba con su esposo, ella era hija única, su padre había muerto cuando ella era una niña y su madre tenía cinco años de haber abandonado este plano. Francisco tenía que seguir trabajando para poder mantenerlos, y en ese momento más porque los gastos médicos eran muy altos.

Ana ofreció su ayuda, pidió seis meses de permiso no remunerado y se dedicó a ayudar a Andrea. La llevaba a las terapias, la ayudaba en casa y se iba temprano para poder darle unas horas a solas antes de que su esposo llegara.

Ana y Andrea desarrollaron una amistad de hermanas durante esos meses. Andrea al fin reconoció la felicidad que sentía por tener a Ana de amiga, por poder contar con un alma tan pura e inocente en estos momentos de tanto dolor.

Andrea nunca le mintió a Ana por esos meses, le habló claro siempre. Ella le contó a Ana, entre risas, cómo escapaba de las invitaciones o las excusas que inventaba para no verse. Ana, también entre risas, le dijo que ella reconocía las excusas y que muchas de las fiestas a las que invitaba a Andrea eran falsas.

Nació una amistad bonita, donde Andrea pudo ser todo lo franca que quería sobre cualquier tema frente a Ana y no sentirse juzgada. La mujer que en otrora era toda cerrada emocionalmente, descubrió una nueva forma de conectarse.

Andrea nunca había temido pedir ayuda cuando la necesitaba, pero tampoco había recibido ayuda sin pedirla. Ana siempre estaba ahí para darle la mano, aunque ella no supiera que lo necesitaba.

Lloraron juntas por la cantidad de traiciones que habían sufrido y que las había convertido en mujeres tan diferentes. También agradecieron la casualidad del autobús que las llevó juntas a trabajos diferentes por tanto tiempo.

Andrea veía a Ana cantar muy desafinadamente, con su mascota siguiéndola por la casa mientras limpiaba y preparaba todo para ayudar a cocinar el almuerzo. No entendía cómo una chica que había pasado por una vida tan difícil podía ser tan positiva.

Ella tenía una vida normal, con bajos bastante llanos, en comparación a las profundidades cavernosas por las que había pasado Ana, y le había costado años de trabajo interior aprender a ser positiva.

Tras el reposo y la recuperación de su amiga, Ana volvió a su rutina, pero con algo diferente: Andrea le mandaba mensajes de buenos días cada mañana. Nadie sabe lo que le hace falta hasta que lo consigue, y mucho de lo que despreciamos por absurdos prejuicios, puede ser un remedio que nos salve y le dé sentido a la vida.