Contra los Talent Shows infantiles
Desde hace unos años vienen proliferando, especialmente en fechas navideñas, los denominados Talent Shows infantiles. Se trata de concursos televisivos similares a los programas para personas adultas como Masterchef, Operación Triunfo o La Voz, en los que niños y niñas compiten entre sí en diversas disciplinas.
Se supone que el objetivo es fraguar desde muy temprano las futuras promesas de cada disciplina; música, cocina, deportes... Y de paso, dicen, fomentar valores como el esfuerzo, la excelencia o incluso la cooperación entre iguales.
Pero la realidad puede ser muy diferente, y las consecuencias de la participación en estos programas, impredecibles y difíciles de evaluar a priori. Por eso, es necesario no dejarse embaucar por su fastuosidad y pararse a reflexionar acerca de las consecuencias psicológicas de una exposición mediática tan temprana y brutal.
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Por qué los Talent Shows infantiles no son una buena idea
Las edades de quienes aspiran a “minichefs”, cantantes, y demás, suelen oscilar entre los 7 y 12 años. Sin embargo, se puede observar que pese a la corta edad sus participantes, adquieren una serie de gestos, reacciones y expresiones emocionales, más propias de personas adultas sometidas a la presión del estrés laboral intenso que del juego desenfadado de la infancia o primera adolescencia.
Hay que decir que la mayor parte de la responsabilidad de que a tan corta edad se produzca tamaño esfuerzo, nunca es de sus protagonistas. Es siempre de familias que, quizás sin ser conscientes, anteponen su deseo de ver a su prole triunfante, a las posibles consecuencias que esto tenga en su desarrollo escolar o en la configuración de su personalidad.
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Coachers del diablo
Tras un gran esfuerzo competitivo, niñas y niños se someten al implacable escrutinio de sus “coachers”, que suelen ser artistas o personajes de fama reconocida y con carreras exitosas, pero que carecen de formación pedagógica o psicológica alguna. Aún así, no solo dan consejos y advertencias en la disciplina en la que son referentes; también se atreven a dar pautas generales de cómo afrontar otros aspectos de la vida.
Convertidos en sujetos idealizados por la audiencia adulta, no cuesta trabajo imaginar lo que puede suponer para los y las peques, verse bajo la tutela de artistas o personajes reconocidos e idolatrados. Estos, a través de sangrantes correcciones, gestos histriónicos y palabras grandilocuentes, hacen comentarios acerca del desempeño de niños y niñas.
A menudo, se muestran tan implacables y severos con quienes menos se adaptan al nivel competitivo, como aduladores y tiernos con quienes más talento, esfuerzo y habilidades muestran. Pero lo más grave es que las correcciones o alecciones son realizadas delante de las miradas atentas de una vasta audiencia de millones de personas, que observa con atención sus errores y aciertos.
En menores, tanto la adulación como la humillación pública pueden ser interiorizadas de manera a veces muy negativa. Es una etapa en la que el reconocimiento social es fundamental para la configuración de una personalidad “sana”. Por eso a la vez que se deben reforzar los buenos resultados, los reproches, regañizas y correcciones deben darse siempre en privado.
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Ganar o perder: cuestión de esfuerzo o talento
Aunque todo esté impregnado de una atmósfera de diversión y se transmita un mensaje en el que “lo importante es participar y divertirse”, el funcionamiento de estos “shows” está basado en la dinámica competitiva de un mundo, el adulto, en el que solo hay dos opciones: ganar o perder.
Pero en este caso, la presión se produce a una edad sin preparación para asumir un reto tan intenso como efímero. Es la lógica del “fracaso o el triunfo”.
En caso de "triunfo" (lo cual es poco probable, ya que solo puede ganar uno)
Son edades en las que rara vez se tiene la capacidad para asimilar la alabanza y la admiración social y familiar. Van a ser el centro de atención, pero por poco tiempo. Tras el éxito, la vida continúa igual que antes, con las mismas dificultades y sueños. Volver a la vida “real” puede pasar importantes facturas psicológicas.
El imaginario histórico está lleno de “juguetes rotos” que tras una infancia de fama, dinero y reconocimiento, han visto sus vidas salpicadas de escándalos, adicciones, intentos de suicidio y todo tipo de problemáticas, fruto de la mala asimilación de un exito precoz. Celebridades como Macaulay Culkin, Joselito o Drew Barrymore, son ejemplos de esta dinámica.
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En el caso de no salir triunfante (que es lo más habitual)
El mensaje explícito o implícito que se les suele enviar es que, o bien no se han esforzado lo suficiente, o no poseen demasiado talento.
Todo, a una edad con falta de preparación aún para afrontar el fracaso, en la que es fácil interiorizar la sensación de ridículo, ya que no poseen las herramientas personales para comprender la presión a la que les someten.
Las consecuencias pueden ser devastadoras: fracaso escolar, depresión infantil, intolerancia a la frustración, etc.
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Se aprende jugando
El momento vital que va desde la niñez hasta la preadolescencia, es una etapa en la que la interacción y la diversión entre iguales es fundamental para el desarrollo de la personalidad y la sociabilidad. Una fase de la vida en la que cocinar debe ser una experimentación, la práctica del deporte un juego y en la que cantar, bailar o hacer música algo con lo que se disfruta.
Todo esto, queda en un segundo plano cuando lo que se transmite es que lo más importante es ganar y quedar por encima del resto.
Se habla mucho de la importancia de los espacios competitivos desde temprana edad, con el objetivo de preparar a los pequeños para una vida adulta altamente exigente. Este argumento deja mucho que desear, ya que si hay un consenso generalizado en la mayoría de corrientes teóricas, en pedagogía y psicología, es que en las primeras etapas de la vida se aprende jugando. Y eso quiere decir que no es tan importante el resultado final, como el proceso del juego en sí.
Es a través del juego y la repetición del mismo que se aprende y se preparan para la vida adulta. Ya llegará la escuela, los conservatorios y los torneos deportivos, para que interioricen la competitividad. No digo que no haya que fomentar los precoces talentos, ni que la competición bien entendida, sea mala en sí misma.
Creo que se debe fomentar el esfuerzo y el talento, pero desde el juego cooperativo, el puro disfrute y el apoyo mutuo entre iguales.
Por eso, mi opinión es que el visionado por parte de menores de este tipo de programas es altamente desaconsejable y menos aún, la participación en ellos. El modelo que reproduce ni es el más educativo, ni el más apto para el desarrollo psicológico, con consecuencias impredecibles para el futuro.