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Se minusvalora a las mujeres en el trabajo (y nos parece normal)


Seguramente conocerás más de un caso en el que las acciones meritorias de una persona no son debidamente reconocidas. Las opiniones de personas con mucho que decir y aportar son sistemáticamente minusvaloradas simplemente por ser quien son.

Posiblemente, también, pensarás que estos son casos excepcionales que no afectan a la gran mayoría de nosotros: las víctimas de esta discriminación son personas que, a pesar de ser totalmente válidas, o bien están situadas en un contexto poco normal o bien resultan ellas mismas poco normales. Por ejemplo, no es raro presenciar actitudes paternalistas ante mendigos o ante gente de culturas muy diferentes que nos resultan extrañas.

Mujeres en empresas: discriminación estructural

Sin embargo, este tipo de “sesgos según el hablante” no se dan sólo en casos aislados: hay una variante de estos que se ha filtrado hasta lo más hondo de nuestra sociedad y cruza como una brecha la calidad de las relaciones que mantenemos entre nosotros.

Y es que, a pesar de que racionalmente sepamos que las palabras pronunciadas por hombres y mujeres valen lo mismo, no se puede decir que actuemos siempre en consecuencia. Al menos, dentro del ámbito de las organizaciones.

Sesgo de género

Hace ya tiempo que conocemos el mundo de los dobles estándares que guían nuestra manera de percibir a ambos sexos atendiendo a diferentes sesgos de género: lo esperable de un hombre no es lo mismo que lo esperable de una mujer. A esta lista tenemos que añadirle un nuevo agravio comparativo injustificado (e injustificable) que está incorporado a nuestra manera de percibir el mundo. Parece que la locuacidad no es un rasgo demasiado apreciado en las mujeres ni siquiera cuando está en juego el éxito del trabajo en equipo.

El psicólogo Adam Grant dio cuenta de esto mientras investigaba en grupos de trabajo ligados al ámbito profesional. Los empleados de sexo masculino que aportaban ideas valiosas eran evaluados de manera significativamente más positiva por sus superiores. Además, cuanto más hablaba el empleado más útil era a ojos del superior. Sin embargo, no ocurría lo mismo cuando la persona a evaluar era una mujer: en el caso de ellas, sus contribuciones no suponían una evaluación más positiva de su actuación. De igual modo, el hecho de que una mujer hablase más no venía correspondido por una mejor consideración de su papel en la empresa.

¿Quién dice qué?

Los resultados de esta investigación llevan a pensar que hombres y mujeres no reciben el mismo reconocimiento por lo que dicen o proponen. Si bien la buena noticia es que aquellas organizaciones en las que hay comunicación cuentan con un importante flujo de ideas, la mala noticia es que la utilidad o inutilidad percibida de estas ideas parece depender en parte de quién las dice.

Teniendo eso en cuenta, los hombres tienen buenos motivos para hablar y proponer cosas (pues sus ideas serán tomadas en consideración a la vez que les reportarán una mejor reputación y posibilidades de ascender), mientras que en las mujeres esta posibilidad queda más difuminada. Ahora bien, una cosa es que exista una doble vara de medir en la mirada del evaluador y otra es que todos, tanto el evaluador como el evaluado, acepten esa vara de medir. ¿Tomamos la existencia de este sesgo de género como algo natural?

Parece ser que sí, y en gran medida. En un estudio conducido por la psicóloga Victoria L. Brescoll, una serie de personas de ambos sexos debían imaginar su actuación como miembros en una hipotética reunión de empresa. A algunas de estas personas se les pedía que se imaginasen a sí mismas como el miembro con más poder de la reunión, mientras que a otras se les pedía que pensaran en sí mismas como si fuesen el escalón jerárquico más bajo.

Resultado: los hombres metidos en la piel del “jefe” manifestaron que hablarían más (midiendo el grado en el que hablarían según una escala), mientras que las mujeres puestas en una situación de poder ajustaban su tiempo de habla a un nivel similar al de sus colegas de menor rango. Además, para reforzar la línea de investigación, en la primera parte de este mismo estudio se da cuenta de cómo las senadoras estadounidenses con más poder no se diferencian mucho de las senadoras con un perfil junior en lo relativo a sus tiempos de intervención, mientras que ocurre lo contrario entre los senadores. Parece ser que esta afición por el “auto-silenciamiento” está también extendida a las mujeres de las altas cúpulas de decisión.

Otra forma de desigualdad

Queda más o menos claro que, en el caso de las mujeres, la vía de la locuacidad ofrece menos posibilidades de hacer contribuciones valiosas. Estaríamos en este caso hablando del llamado coste de oportunidad: mejor no desperdiciar tiempo y esfuerzos hablando cuando se pueden hacer otras cosas que resultarán más beneficiosas para todos.

Sin embargo, Brescoll sospecha que esta aparente timidez de las mujeres puede deberse al miedo a afrontar sanciones sociales por hablar demasiado. ¿Es posible que, de hecho, hablar más no sólo no sume sino que además reste? ¿Puede una mujer tener más dificultades por ser más locuaz? Puede parecer una preocupación injustificada y, sin embargo, de estar fundamentada las consecuencias podrían ser muy negativas. Para responder a esta cuestión, Brescoll realizó un apartado más de su estudio.

El precio de ser parlanchina

En este último apartado de la investigación, 156 voluntarios, incluyendo hombres y mujeres, leían un breve perfil biográfico sobre un alto cargo (CEO) que era presentado como hombre o como mujer (John Morgan o Jennifer Morgan).

Además de esta ligera variación, el contenido de la biografía también difería en otro aspecto: algunos de los perfiles retrataban a una persona relativamente habladora, mientras que el otro conjunto de biografías trataban sobre una persona que hablaba menos de lo normal. Al tratarse de un estudio entre sujetos, cada persona leía uno y sólo uno de los 4 tipos de perfiles biográficos (2 tipos de biografías según el sexo del perfil y 2 tipos de biografías según lo mucho o poco que habla el o la CEO). Después de esto, cada una de las 156 personas voluntarias debía evaluar el perfil que había leído según la capacidad de Mr. o Ms. Morgan para ostentar el cargo de CEO usando escalas de puntuación de 0 a 7 puntos.

Los resultados

El primer dato que llama la atención es que el sexo de los participantes no parecía jugar un papel importante a la hora de evaluar el perfil que cada uno de ellos tenía delante. El segundo hecho a comentar es que el miedo a la sanción social está justificado: la locuacidad parece ser una característica mal vista en el sexo femenino, al menos dentro del ámbito laboral y para el cargo de CEO o similares.

Y es que, tal y como descubrieron Brescoll y su equipo, los CEOs de sexo masculino más habladores fueron premiados con un 10% más de puntuación, mientras que este mismo rasgo, la locuacidad, era castigado en los perfiles femeninos. Concretamente, las J. Morgan más locuaces recibían alrededor de un 14% menos de puntuación. Una vez más, merece la pena subrayar el hecho de que esto lo hacían tanto los hombres como las mujeres, y que se trata de un sesgo totalmente irracional que actúa como lastre a la hora de llegar o mantenerse en un cargo de más o menos poder y responsabilidad. Este lastre afecta tanto a las condiciones de vida de las mujeres (una dificultad a la hora de medrar económicamente) como a las relaciones sociales que mantenemos entre nosotros y todo lo que se deriva de ellas.

Además, esta desventaja tiene un efecto pinza: teóricamente, para medrar en las organizaciones hay que aportar ideas al conjunto de la colectividad, y sin embargo esta necesidad de dar ideas supone también una exposición que puede tener sus peligros. Las mujeres pueden ser minusvaloradas tanto por no hablar tanto como los hombres como por hacerlo. Evidentemente, además, también el conjunto de la organización resulta perjudicada por esta dinámica de relaciones nocivas, aunque posiblemente haya una élite masculina que se perpetua a sí misma de un modo más fácil por el hecho de tener ciertas características biológicas.

Sin embargo, si bien es verdad que este sesgo parece estar sólidamente asentado en nuestra manera de entender el mundo, también es cierto que resulta totalmente injustificado. Brescoll especula sobre la posibilidad de que estos resultados se expliquen por los roles de género asignados a los cargos de poder: “los hombres poderosos deben demostrar su poder, mientras que las mujeres con poder deben no hacerlo”. Es decir, lo que mantiene con vida este sesgo son unas fuerzas totalmente culturales y que, por lo tanto, tenemos la posibilidad de cambiar.

Más allá de lo racional

En definitiva, el hecho de hablar demasiado supone una penalización que afecta tanto a las posibilidades de ascenso de las mujeres como a su valoración por parte de otros. Si esta forma de discriminación es algo que sólo está presente en los sistemas de asociación formalizados (empresas jerarquizadas, cargos públicos, etc.) o trasciende este ámbito es algo en lo que estos estudios no han llegado a profundizar. Sin embargo, lamentablemente, parece poco realista pensar que este sesgo sólo actúa precisamente en aquellos ámbitos donde más debería primar la lógica y la eficiencia (en otras palabras, donde más problemático resulta).

Tanto el hecho de que muchas contribuciones potencialmente valiosas se desestimen por ser propuestas por mujeres como la existencia de sanción social para las mujeres que “hablan más de la cuenta” son ejemplos de un sexismo que hunde sus raíces en todos los ámbitos de lo social y del que dan cuenta los estudios de género y muchas teorías feministas. Esta es, en definitiva, una muestra de que ni el mundo de la empresa está tan independizado de nuestras relaciones informales ni su funcionamiento es tan racional como se acostumbra a suponer.