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El Experimento de la Prisión de Stanford de Philip Zimbardo


El lema del experimento de la cárcel de Stanford ideado por el psicólogo Philip Zimbardo podría ser el siguiente: ¿Te consideras una buena persona? Es una pregunta simple, pero responderla exige pensar un poco. Si crees que eres un ser humano como muchas otras personas, probablemente pienses también que no te caracterizas por estar incumpliendo normas las veinticuatro horas del día.

Con nuestras virtudes y con nuestros defectos, la mayoría de nosotros parecemos conservar cierto equilibrio ético al entrar en contacto con el resto de la humanidad. En parte gracias a este cumplimiento de las normas de convivencia, hemos conseguido crear entornos relativamente estables en los que todos podemos convivir relativamente bien.

Philip Zimbardo, el psicólogo que desafió a la bondad humana

Quizás porque nuestra civilización ofrece un maco de estabilidad, también es fácil leer el comportamiento ético de los demás como si fuese algo muy predecible: cuando nos referimos a la moralidad de las personas, resulta difícil no resultar muy categórico. Creemos en la existencia de personas buenas y personas malas, y las que no son ni muy buenas ni muy malas (aquí probablemente entre la imagen que tenemos de nosotros mismos) se definen por tender automáticamente hacia la moderación, el punto en el que ni uno sale muy perjudicado ni se perjudica gravemente al resto. Etiquetarnos a nosotros mismos y a los demás es cómodo, fácil de entender y, además, nos permite diferenciarnos del resto.

Sin embargo, hoy sabemos que el contexto tiene un papel importante a la hora de orientar moralmente nuestra conducta hacia los demás: para comprobarlo sólo hay que romper el cascarón de la "normalidad" en el que hemos edificado nuestros usos y costumbres. Una de las muestras más claras de este principio la encontramos en esta famosa investigación, conducida por Philip Zimbardo en 1971 dentro del sótano de su facultad. Lo que allí ocurrió se conoce como el experimento de la cárcel de Stanford, un controvertido estudio cuya fama está parcialmente basada en los nefastos resultados que tuvo para todos sus participantes.

La cárcel de Stanford

Philip Zimbardo diseñó un experimento para ver de qué manera personas que no habían tenido relación con el entorno carcelario se adaptaban a una situación de vulnerabilidad frente a otros. Para ello, 24 hombres jóvenes sanos y de clase media fueron reclutados como participantes a cambio de una paga.

La experiencia se desarrollaría en uno de los sótanos de la Stanford University, que había sido acondicionado para parecerse a una cárcel. Los voluntarios fueron asignados a dos grupos por sorteo: los guardias, que ostentarían el poder, y los prisioneros, que tendrían que permanecer recluidos en el sótano mientras durase el periodo de experimentación, es decir, durante varios días. Como quería simularse una prisión de la manera más realista posible, los reclusos pasaron por algo parecido a un proceso de detención, identificación y encarcelamiento, y el vestuario de todos los voluntarios incluía elementos de anonimato: uniformes y gafas oscuras en el caso de los guardias, y trajes de recluso con números bordados para el resto de participantes.

De esta manera se introducía un elemento de despersonalización en el experimento: los voluntarios no eran personas específicas con identidad única, sino que formalmente pasaban a ser simples carceleros o presos.

Lo subjetivo

Desde un punto de vista racional, claro, todas estas medidas estéticas no importaban. Seguía siendo estrictamente cierto que entre los guardias y los reclusos no existían diferencias relevantes de estatura y constitución, y todos ellos estaban sujetos por igual al marco legal. Además, los guardias tenían prohibido hacer daño a los reclusos y su función se reducía a controlar su comportamiento, hacer que se sintieran incómodos, desprovistos de su privacidad y sujetos al comportamiento errático de sus vigilantes. En definitiva, todo se basaba en lo subjetivo, aquello que es difícil de ser descrito con palabras pero que igualmente afecta a nuestro comportamiento y a nuestra toma de decisiones.

¿Serían suficientes estos cambios para modificar significativamente el comportamiento moral de los participantes?

Primer día en la cárcel: calma aparente

Al final del primer día nada hacía pensar que fuera a ocurrir nada destacable. Tanto los reclusos como los guardias se sentían desplazados del papel que se suponía que tenían que cumplir, de alguna forma rechazaban los roles que se les habían asignado. Sin embargo, al poco tiempo empezaron las complicaciones. Durante el segundo día, los guardias ya habían empezado a ver cómo se difuminaba la línea que separaba su propia identidad y del rol que debían cumplir.

Los presos, en su condición de personas en desventaja, tardaron un poco más en aceptar su papel, y en el segundo día estalló una rebelión: colocaron sus camas contra la puerta para evitar que entrasen los guardias a quitarles los colchones. Estos, como fuerzas de represión, utilizaron el gas de los extintores para terminar con esta pequeña revolución. A partir de ese momento, todos los voluntarios del experimento dejaron de ser simples estudiantes para pasar a ser otra cosa.

Segundo día: los guardias se vuelven violentos

Lo que sucedió durante el segundo día desencadenó todo tipo de comportamientos sádicos por parte de los guardias. El estallido de la rebelión supuso el primer síntoma de que la relación entre guardias y reclusos se había vuelto totalmente asimétrica: los guardias se sabían con el poder de dominar al resto y actuaban en consecuencia, y los reclusos correspondieron a sus captores llegando a reconocer de manera implícita su situación de inferioridad tal y como lo haría un preso que se sabe encerrado entre cuatro paredes. Se generó así una dinámica de dominio y sumisión basada únicamente en la ficción de la "cárcel de Stanford".

Objetivamente, en el experimento sólo había una habitación, una serie de voluntarios y un equipo de observadores y ninguna de las personas involucradas estaba en una situación más desventajosa que las demás ante el poder judicial de verdad y ante los policías formados y equipados para serlo. Sin embargo, la cárcel imaginaria se fue abriendo camino poco a poco hasta brotar en el mundo de lo real.

Las vejaciones se convierten en el pan de cada día

Llegado un punto, las vejaciones sufridas por los reclusos pasaron a ser totalmente reales, como también era real la sensación de superioridad de los falsos guardias y el rol de carcelero adoptado por Philip Zimbardo, que tuvo que desprenderse del disfraz de investigador y hacer de la oficina que tenía asignada su dormitorio, para estar cerca de la fuente de problemas que él tenía que gestionar. Se negaba la comida a ciertos reclusos, se les obligaba a permanecer desnudos o a ponerse en ridículo y no se les permitía dormir bien. Del mismo modo, los empujones, las zancadillas y los zarandeos eran frecuentes.

La ficción de la cárcel de Stanford ganó tanto poder que, durante muchos días, ni los voluntarios ni los investigadores fueron capaces de reconocer que el experimento debía detenerse. Todos asumían que lo que ocurría era, en cierto modo, natural. Al sexto día, la situación estaba tan fuera de control que un equipo de investigación notablemente conmocionado tuvo que ponerle fin de manera abrupta.

Consecuencias del juego de roles

La huella psicológica que dejó esta experiencia es muy importante. Supuso una experiencia traumática para gran parte de los voluntarios, y muchos de ellos encuentran complicado aún hoy explicar su comportamiento durante esos días: es difícil hacer compatibles la imagen del guardia o el recluso que se fue durante el experimento de la cárcel de Stanford y una autoimagen positiva.

Para Philip Zimbardo también supuso un desafío emocional. El efecto espectador hizo que durante muchos días los observadores externos aceptaran lo que estaba pasando a su alrededor y que, de alguna forma, lo consintieran. La transformación en torturadores y delincuentes por parte de un grupo de jóvenes "normales" se había producido de manera tan natural que nadie había reparado en el aspecto moral de la situación, a pesar de que los problemas se presentaron prácticamente de golpe.

La información relativa a este caso también fue un shock para la sociedad estadounidense. Primero, porque esta especie de simulacro aludía directamente a la propia arquitectura del sistema penal, uno de los fundamentos de la vida en sociedad de ese país. Pero más importante aún es lo que nos dice este experimento acerca de la naturaleza humana. Mientras duró, la cárcel de Stanford fue un lugar en el que cualquier representante de la clase media occidental podía entrar y corromperse. Unos cambios superficiales en el marco de relaciones y ciertas dosis de despersonalización y anonimato fueron capaces de derribar el modelo de convivencia que impregna todos los ámbitos de nuestra vida como seres civilizados.

De entre los escombros de lo que antes había sido la etiqueta y la costumbre no surgieron seres humanos capaces de generar por ellos mismos un marco de relaciones igualmente válido y sano, sino personas que interpretaban normas extrañas y ambiguas de manera sádica.

El autómata razonable visto por Philip Zimbardo

Resulta reconfortante pensar que la mentira, la crueldad y el robo existen sólo en "malas personas", gente a la que etiquetamos de esta manera para crear una distinción moral entre ellos y el resto de la humanidad. Sin embargo, esta creencia tiene sus puntos débiles. A nadie le resultan desconocidas las historias acerca de personas honradas que terminan corrompiéndose al poco tiempo de llegar a una posición de poder. También abundan las caracterizaciones de "antihéroes" en series, libros y películas, personas de moralidad ambigua que precisamente por su complejidad resultan realistas y, por qué no decirlo, más interesantes y cercanas a nosotros: compárese Walter White con Gandalf el Blanco.

Además, ante ejemplos de mala práctica o corrupción es frecuente oír opiniones del estilo "tú habrías hecho lo mismo estando en su lugar". Esta última es una afirmación sin fundamento, pero refleja un aspecto interesante de las normas morales: su aplicación depende del contexto. La maldad no es algo atribuible en exclusiva a una serie de personas de naturaleza mezquina sino que viene explicada en gran parte por el contexto que percibimos. Cada persona tiene el potencial para ser un ángel o un demonio.

«El sueño de la razón produce monstruos»

Decía el pintor Francisco de Goya que el sueño de la razón produce monstruos. Sin embargo, durante el experimento de Stanford surgieron monstruos mediante la aplicación de medidas razonables: la ejecución de un experimento utilizando una serie de voluntarios.

Además, los voluntarios se ciñeron tan bien a las instrucciones dadas que muchos de ellos se lamentan aún hoy de su participación en el estudio. El gran defecto de la investigación de Philip Zimbardo no fue debido a errores técnicos, pues todas las medidas de despersonalización y escenificación de una cárcel se demostraron eficaces y todos parecieron seguir las normas en un principio. Su fallo fue que partía de la sobrevaloración de la razón humana a la hora de decidir de manera autónoma lo que es correcto y lo que no en cualquier contexto.

A partir de esta sencilla prueba exploratoria, Zimbardo mostró de manera involuntaria que nuestra relación con la moralidad incluye ciertas cuotas de incertidumbre, y esto no es algo que seamos capaces de gestionar bien siempre. Es nuestra vertiente más subjetiva y emocional la que cae en las trampas de la despersonalización y el sadismo, pero también es la única vía a la hora de detectar estas trampas y conectar emocionalmente con el prójimo. Como seres sociales y empáticos, debemos ir más allá de la razón a la hora de decidir qué normas son aplicables a cada situación y de qué manera tienen que ser interpretadas.

El experimento de la cárcel de Stanford de Philip Zimbardo nos enseña que es cuando renunciamos a la posibilidad de cuestionar los mandatos cuando nos convertimos en dictadores o esclavos voluntarios.

Referencias bibliográficas:

  • Zimbardo, P. G. (2011). El Efecto Lucifer: el porqué de la maldad. Barcelona: Espasa.