La percepción social del valor de una obra de arte
«El arte se ve fatalmente amenazado por una sociedad que sólo se entusiasma por él en el salón de subastas, y cuya lógica abstracta despoja al mundo de su cualidad sensible.»
Terry Eagleton
El avant-garde, o «arte de vanguardia», surgido a principios del pasado siglo, se nutría del rechazo y la crítica de las tradiciones con el propósito de trascender su tiempo histórico en una nueva creación. Este arte, revolucionario y rompedor, propio de la modernidad y, por tanto, afín a unos tiempos convulsos en que todo era posible, contrasta con la moda actual, o «arte posmoderno».
La transición desde el arte de vanguardia al arte posmoderno aparentemente preservó una actitud disidente, pero siempre en consonancia con su introducción al circuito de consumo cotidiano. Convertido en toda una subcultura, ahora lo crítico no es sino una moda o forma de vida en la que la actitud rebelde no encuentra discrepancia alguna con la falsa plenitud de una vida gozosa que preserva el orden de cosas establecido.
El hecho de que el arte posmoderno no aspire a superar la sociedad no significa que se baste de las convenciones del orden establecido para su producción, pues ésta más bien opera creando una falta a la sociedad que pretende suplir mediante su creación. No se trata de negar la sociedad como un todo holístico, sino abrir intersticios en ella, necesidades materiales o espirituales que deban ser ocupadas mediante la nueva obra.
Pero volviendo la vista a atrás a fin de establecer cierta comparación con respecto al desarrollo artístico vigente, cabe decir que, pese a tener una vocación de utopía social, el arte de vanguardia tendía a volverse una creación intimista, realizada por y para el propio autor. Por el contrario, el arte posmoderno, al carecer de todo compromiso social, se halla despojado de cualquier voluntad idealista que trascienda el orden de las cosas establecido, es una creación en continua proyección al exterior: sólo cobra sentido al ser difundido y consumido.
Ello se explica por el hecho de que la creación artística, arrogada por los diseñadores industriales y las agencias de publicidad, deja de estar en manos de unos virtuosos para quienes la producción en masa de la obra de arte hubiese invalidado la propia condición artística: cada obra, si de considerarla como arte se trata, debiese ser singular y única. Atiéndase a la consideración por la cual el arte se asocia a lo sublime, y ello a lo excepcional.
El arte popular en que deviene la moda, con el pop art como exponente, nos dejó latas de sopa (Campbell’s) hasta en la sopa. La serigrafía, en efecto, es una técnica que tiene como principal característica la viabilidad en la reproducción. Del mismo modo, la moda, en su sentido amplio, alude a aquellas tendencias repetitivas, ya sea en el vestir, el consumir o, a fin de cuentas, el comportarse.
Así, si bien la vanguardia formaba parte de la «alta cultura», motivo de distinción, la moda como epifenómeno de la «cultura de masas» homogeneíza por naturaleza, perdiendo la abstracción que podía solicitar el arte durante las vanguardias y volviéndose un producto de los más mundano y secular: el arte pasó de los templos, en alusión a museos o teatros en que se llevaban a cabo actos de culto, a la pantalla de televisión, en la que cada comercial publicitario es en sí mismo toda una creación.
Cierto es que la moda en cuanto tal no constituye una nueva tipología de arte, a diferencia de las vanguardias que sí eran movimientos artísticos propios de un periodo determinado. A decir verdad, la moda es una alusión a las costumbres, no circunscritas al terreno artístico, que marcan alguna época o lugar específicos, por lo que podemos afirmar que la moda era algo, no ya contemporáneo a las vanguardias, sino mucho anterior a ellas.
Ocurre, sin embargo, que en la actualidad todo arte es moda. En el terreno artístico, la influencia de la posmodernidad hace que las tendencias no lo sean al modo de desarrollo de las vanguardias anteriores en las que existía un desarrollo progresivo en sintonía con un siglo social y tecnológicamente revolucionario, puesto que hoy por hoy las tendencias de la moda son, en muchas ocasiones, regresivas.
Rastreando el pasado para recuperar sus atributos, así como sondeando el futuro para anticiparse a sus epítetos, la moda establece un presente veleidoso e irresoluto que se sabe con fecha de caducidad: a diferencia del arte de vanguardia, reivindicado como punta de lanza de un proceso sociopolítico al que guiaba, el arte actual está concebido para desvanecerse, pues sólo creando tendencias transitorias y perecederas cumple el propósito de crear picos de consumo a cada nueva aparición.
Dicho de otro modo, el corto ciclo de la moda requiere de ventas instantáneas y en masa de artículos para un uso breve e intensivo de modo tal que lo novedoso sucede a lo kitsch a sabiendas de que tarde o temprano devendrá kitsch. Y teniendo el rédito económico por enjundia, las tendencias artísticas actuales son parciales y no ecuménicas, pues pretenden encontrar nichos de mercado que ocupar, para posteriormente volver a reinventar.
A tenor de ello resulta evidente que, mientras que el arte de vanguardia es el de las minorías que aspiran a llegar a las mayorías, el arte de moda es el de las mayorías que aspiran a volverse minorías. Y al no tener motivaciones, la moda busca influencias acá o acullá, qué más da: cómo puede el arte posmoderno acompañar la sociedad si es esencialmente escéptico con la existencia de una realidad objetiva y, consiguientemente, con la posibilidad de transformarla.
Y puesto que la posmodernidad no sólo no proporciona, sino que niega, los juicios sobre los elementos cualitativos, necesarios para definir la realidad social pero también la realidad de la obra artística bajo criterios de bueno o malo, bonito o feo, todo aquello que permanece como principio rector es la cantidad. El principio por el cual a cuantas más personas llegue el arte (cuanto más se venda) mejor será, hace de semejante arte un arte eminentemente trivial. Tal es la condición del arte de masas o popular.La obra que antes llegaba a reivindicarse, en algunas ocasiones, como un anti-arte, hoy toma forma de cualquier mojón concebido para (y asimilado por) el mercado artístico.
En cualquier caso,el proceso psicológico por el cual el mojón llega a concebirse como obra de arte radica en que la pieza carece de un valor por sí mismo y siempre se encuentra supeditada a un factor externo a su realidad, como, por ejemplo, la cotización que alcanza el autor en base a convencionalismos en harto grado cuestionables. De este modo, al igual que la publicidad no vende la pastilla de jabón sino la idea de belleza, el arte contemporáneo es propenso a ofrecerse como interfaz de un objeto, o incluso experiencia, esencialmente simbólico.
Pero un arte que, si bien se considera subjetivo y abierto a todo tipo de interpretación, requiere de un reconocimiento exterior es en sí mismo contradictorio. La obra de arte actual también puede considerarse un abigarrado de imágenes, sonidos y palabras presente en cualquier ámbito de nuestra cotidianidad. En tal caso la obra lo sería todo y, a su vez, no sería nada (la performance es aquella obra que, resistiéndose a entrar en el circuito comercial por el que circula el valor de cambio, es efímera por su propia idiosincrasia).
Parece ser que la vanguardia murió estrangulada por las anillas de plástico de los paquetes de latas de refresco y su cadáver fue sepultado bajo litros y litros de pintura plástica que, superponiendo un color sobre otro, llegaron a formar un túmulo que engendró la nueva obra de arte, nacida directamente del suelo y no de las flores que nacen de él. Quizá la finalidad última del arte no sea más que su falta de finalidad, por lo que, como crítica callada de la racionalidad instrumental y los valores de mercado, adquiere como finalidad en gagé la autonomía del valor, reverso de la utilidad capitalista.