Cómo deshacerse de las etiquetas negativas
Vivimos en la sociedad del branding, todos los objetos que nos rodean llevan una etiqueta donde se especifica su marca, sus componentes, sus propietarios, su origen geográfico o su modo de empleo, entre otras muchas cosas.
Estas etiquetas tienen una utilidad evidente, puesto que nos llevan a hacernos una idea bastante aproximada de lo que tenemos delante a simple vista, con una sola ojeada. Por ejemplo, en el caso de un producto de venta al público, en un solo vistazo nos haremos la idea (más o menos aproximada a la realidad) de si es de mayor o menor calidad, antes incluso de conocer sus propiedades en profundidad.
Etiquetas en personas: entre el prejuicio y la ignorancia
El hecho es que los sujetos llevamos a cuestas “etiquetas” desde mucho antes de que las llevasen los objetos. Etiquetas que nos otorgan las personas que están a nuestro alrededor y con las que convivimos, e incluso etiquetas que nos ponemos nosotros mismos por alguna razón.
Estas etiquetas pueden definirnos en algún momento concreto y ante determinadas circunstancias (o no) pero las personas, a diferencia de los objetos, tenemos una gran capacidad de cambio en la manera como nos relacionamos con otras personas y con nosotros mismos. La plasticidad y la resiliencia son los elementos que nos dotan del poder de cambiar.
¿Se puede luchar contra una etiqueta?
Las ventajas de estas categorías son evidentes: ahorran esfuerzo.
Sin embargo, en determinadas circunstancias puede ser realmente complicado deshacerse de una etiqueta negativa (o incluso positiva si consideramos que ésta nos puede afectar negativamente en algún sentido).
La historia de María “La Patosa”
Para explicar qué es una etiqueta y cómo puede llegar a enfrentarnos, propongo la siguiente historia:
María era una niña de doce años que vivía con su familia. Tenía un hermano gemelo que era muy ágil en los deportes de competición, y ella, en cambio, no sobresalía por esa habilidad, aunque tampoco se le daba mal. Su hermano, cuando jugaban juntos, le llamaba “María la patosa”. Cada vez que iban a jugar a fútbol a la plaza del pueblo, sus padres le decían a su hermano “cuida de María y no corráis mucho, que ya sabes que ella no es tan ágil como tú”.
Más adelante, cuando le tocó ir a la escuela, la niña no quería participar en los deportes, y se justificaba con sus amigos “es que soy una patosa”. María fue creciendo y con ella la etiqueta. Sus amigos bromeaban: “no le dejes hacer eso a María, que es una patosa y se caerá”. Y así fue pasando el tiempo.
Cuando llegó al instituto, María ya era La Patosa, cuando se trataba de realizar cosas que requerían de agilidad física, ella se ponía muy nerviosa y entonces, obvio es, los nervios le jugaban malas pasadas, reafirmando su condición de patosa. Pero María, no era patosa, María llevaba la etiqueta de patosa.
¿Te suena esta historia de María “La Patosa”?
Las etiquetas suelen aparecer en los grupos, a veces sin importancia, otras con alguna utilidad en determinadas circunstancias. Hay muchas etiquetas que son como un post-it y son temporales, pero también las hay tatuaje: las que se cronifican dejando marca en nuestra personalidad.
El Efecto Pigmalión y las expectativas
Son varias las áreas de la psicología que investigan el importante papel que las etiquetas tienen en nuestra manera de relacionarnos. Se sabe, por ejemplo, que una parte esencial de nuestros comportamientos cotidianos dependen de las expectativas que se tienen no solo sobre las situaciones concretas (una clase magistral, una obra de teatro, etc.) sino también sobre las personas involucradas en estas situaciones.
Así, por ejemplo, se ha llegado a describir algo llamado Efecto Pigmalión: algo tan abstracto e inmaterial como las expectativas sobre uno mismo y el resto de personas tiene una plasmación material en nuestra manera de actuar, incluso llevando nuestras capacidades más allá de los límites que creíamos que teníamos.
Es por eso que merece la pena dedicar un tiempo a reflexionar si las etiquetas que utilizamos para describirnos a nosotros mismos nos ayudan a comprendernos mejor o, por el contrario, nos limitan innecesariamente.
Poniendo fin a las etiquetas negativas
Eliminar estas etiquetas limitantes consiste en, básicamente, reconocerlas como tal y actuar en consecuencia.
Para lo primero es necesario hacerse una serie de preguntas acerca de nuestra propia autoimagen. Puedes empezar, en primer lugar respondiendo a estos puntos:
- ¿Qué etiquetas llevo?
- ¿Qué adjetivos me han acompañado a lo largo de la vida?
- ¿Quién me los puso y por qué?
- ¿Cuáles me han ayudado?
- ¿Cuáles me han perjudicado?
- ¿Cuáles han sido útiles y ya no lo son?
A partir de estas preguntas, es recomendable ir pasando a otras más específicas para los casos concretos para, de este modo, llegar a un análisis lo más exhaustivo posible. Sin embargo, esto no llevaría llevar mucho tiempo, para así comprometerse a intentar llegar a conclusiones claras que permitan seguir avanzando a partir de ese punto.
A partir de ahí, es bueno examinar nuestros comportamientos habituales y reflexionar sobre si estamos siendo coherentes con la autoimagen renovada que vimos tras el periodo de examinación. Esto puede llevar un tiempo, pero todos los grandes cambios lo merecen.