¿Por qué nos cuesta decidir?
Tomar una decisión implica adoptar una actitud activa ante las oportunidades que nos plantea la vida y poder mejorar nuestra situación en mayor o menor grado… siempre que elijamos bien. Por eso no sorprende que algo tan sencillo como elegir entre unas pocas opciones sea capaz de ponernos muy nerviosos
No se trata de una actividad únicamente intelectual ni consiste en acercarnos a la verdad, sino que decidir acostumbra a tener consecuencias materiales en nuestras vidas.
Eso sí, a pesar de que a los seres humanos se nos da bien decidir (gracias a nuestra capacidad de pensamiento abstracto), esta serie de aptitudes no nos vienen dadas “gratis”. Es algo que queda muy claro al ver que a muchas personas les cuesta mucho tomar decisiones. Pero… ¿Por qué ocurre eso?
Así pues… ¿Por qué nos cuesta decidir? En las siguientes líneas abordaremos este tema.
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¿Por qué tomar una decisión es psicológicamente demandante?
Tomar una decisión aumenta nuestras posibilidades de adaptarnos mejor a un reto o problema que ha salido a nuestro paso, pero este proceso psicológico tiene un coste. Veamos por qué.
1. Nos expone al fracaso
Cada decisión que tomamos en una experiencia en la que, potencialmente, pueden salir a la luz nuestros errores.
Solo este hecho ya supone un coste de la toma de decisiones: a pesar de que técnicamente equivocarnos nos materia prima para nuestro aprendizaje y perfeccionamiento de ciertas habilidades, desgasta hasta cierto punto nuestra autoestima, aunque en la mayoría de las ocasiones solo lo haga de manera transitoria (dejamos de recordar en relativamente poco tiempo la mayoría de las decisiones que tomamos).
Puede que la oportunidad de progresar y aprender de nuestros fallos nos permita ser mejores en aquello que consideramos importante y, a medio y largo plazo, eso refuerce nuestra autoestima, pero algunas personas adoptan una lógica más cortoplacista y se centran en intentar evitar hacer evidente que no aciertan siempre.
Es por eso que, muchas veces, en psicoterapia parte del programa de intervención en pacientes consiste en el entrenamiento en toma de decisiones, de modo que la aversión al riesgo de equivocarse no sea un limitante del desarrollo personal y de la capacidad de la persona de ser feliz.
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2. Requiere esfuerzo
Puede parecer una tontería, pero el hecho de que tomar una decisión implique esforzarse en pensar en algo y llegar a conclusiones de manera deliberada (es decir, reflexionando para generar información nueva a partir de la que ya teníamos) hace que en ocasiones, prefiramos no pasar por eso.
En las últimas décadas se han ido desarrollando una gran cantidad de investigaciones acerca de las dos grandes cadenas de operaciones cognitivas: la automática, espontánea y ágil, por un lado, y la deliberada, lenta, detallista y sistemática, por el otro. La segunda requiere de mucha más concentración, tiempo y energía, recursos que no siempre estamos dispuestos a conceder (aunque sea porque la situación no nos lo permite).
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3. Puede tener detrás la ambivalencia emocional
Muchas decisiones no se fundamentan tan solo en una valoración pragmática e instrumental acerca de qué opción elegir para llegar a un objetivo concreto. A veces, aquello entre lo que hay que elegir son esquemas de interpretación de la realidad que tienen una gran carga emocional para nosotros.
Por ejemplo, prácticamente nadie que se esté planteando si dejar o no a su pareja lo hace asumiéndolo como una operación puramente racional.
En estos casos en los que la elección es entre perspectivas que nos tocan de manera muy personal y/o prácticamente existencial, es fácil que surja lo que se conoce como ambivalencia emocional.
En situaciones así, hemos desarrollado un alto grado de conexión emocional con dos escenarios posibles, de modo que ni nos atrevemos del todo a dar un paso y decantarnos por uno, ni nos podemos permitir renunciar a ellos (al menos, eso sentimos en un inicio).
En el ejemplo de la hipotética ruptura de pareja, es muy habitual que quienes se plantean poner fin a su relación hayan fantaseado con volver a la soltería y hasta se hayan convencido a sí mismos que ya han decidido hacerlo, sintiendo una sensación de libertad... tan solo para, cinco minutos después, descartar esa posibilidad totalmente e incluso sentirse mal por habérselo planteado siquiera. Así todo el rato, en un constante tira y afloja de expectativas, emociones, prioridades personales, planes de futuro…
Así pues, como algunas de estas emociones está muy ligadas tanto a nuestra manera de vernos a nosotros mismos como de ver nuestro futuro e incluso la realidad física o social en la que vivimos, tomar una decisión que nos obligue a elegir resulta complejo no solo intelectualmente, sino también en lo que respecta a la gestión de sentimientos, estados de ánimo en general, etc.
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4. No nos aporta una referencia clara sobre cuándo pasar a la acción
El proceso de tomar una decisión nos lleva de una idea a otra, a medida que vamos acercándonos hacia una conclusión acerca de lo que debemos hacer. Sin embargo, no incluye ninguna referencia clara acerca de cuál es el momento de pasar de los pensamientos a las acciones; eso también forma parte del reto de decidir qué hacer.
Esta falta de referentes sobre cuándo debemos dar el paso definitivo hace que a veces nos veamos atrapados en un círculo vicioso de indecisión, porque a medida que pasa el tiempo, vamos extrayendo más información de aquello en lo que pensamos, y esta nueva información va acompañada de nuevas preguntas. Y aunque por pura estadística la mayoría de estas nuevas preguntas secundarias o terciarias no son demasiado relevantes para decidir qué hacer, no siempre es fácil detectar cuáles son importantes en esa determinada situación y cuáles no lo son.
Por eso, algunas personas se acostumbran a darle vueltas todo el rato a una idea antes de tomar una decisión, o directamente, se acostumbran a pensar sobre qué hacer hasta que pierden la oportunidad de poder elegir. El resultado de estas experiencias desagradables puede llevarles a prestar aún más atención al proceso de toma de decisiones, ganándole un cierto miedo y alimentando el círculo vicioso.
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Mi nombre es Javier Ares y me especializo e los problemas emocionales abordándolos desde el apoyo orientado hacia el paciente individual y/o desde la terapia de pareja. Si te interesa disponer de mis servicios, puedes hacerlo tanto presencialmente en mi centro situado en Madrid o bien a través de la modalidad online por videollamada.