Cuando las mascotas nos importan más que los humanos
Parece evidente que tendemos a empatizar más con aquellas personas que conocemos bien: nuestras amistades, los miembros de la familia y, en general, la gente que vamos viendo de tanto en tanto desde hace muchos años.
Desde una perspectiva evolucionista tiene sentido que esto sea así, porque preocuparse por los miembros más cercanos de nuestra comunidad es una manera de hacer aumentar las probabilidades de que gran parte de nuestros genes, que se encuentran también en las personas con un linaje cercano al nuestro, pasen a las generaciones futuras.
Este esquema del funcionamiento social propio de todos los seres humanos puede parecer robusto, pero está lejos de explicarlo todo. ¿Qué pasa, por ejemplo, cuando hay miembros de nuestra comunidad que ni siquiera son de nuestra especie? ¿Puede resultar normal que seamos capaces de sentir más empatía por un animal no humano que por una persona? Esta posibilidad no parece descabellada, a juzgar por lo explicado anteriormente en este artículo, pero también hay estudios específicos que abordan nuestra manera de empatizar con humanos y mascotas y las preferencias que mostramos entre unos y otros.
La empatía no entiende de especies
Hace unos años, los sociólogos de la Northeastern University Arnold Arluke y Jack Levin decidieron averiguar en qué medida es cierto que tendemos a empatizar más con animales de compañía o con personas. Para ello, mostraron a 240 hombres y mujeres un texto con apariencia de artículo periodístico en el que se describían actos criminales. Estas historias incluían una parte en la que podía leerse cómo un asaltante le había propinado una paliza a alguien usando un bate de baseball. En una versión del artículo que sólo era leído por algunas personas, este asaltante atacaba a un cachorro de perro hasta romperle algunos huesos y dejarlo inconsciente, mientras que en versiones alternativas de este mismo artículo quien recibía los golpes era un perro adulto, un bebé o un ser humano adulto de unos 30 años.
Después de leer una de estas versiones del artículo, y sin saber que se trataba de historias ficticias, cada una de las personas que participaron en el estudio puntuaron en una escala el grado en el que empatizaban con la víctima y se sentían afligidas por lo que le había pasado. Los resultados no dejan en una posición demasiado feliz al ser humano adulto, cuya historia fue la que dejó más indiferentes a la mayoría de los voluntarios. El artículo que produjo más consternación fue el del bebé humano, seguido de cerca por el del cachorro, mientras que la historia del perro adulto quedó en tercera posición.
Arluke y Levin señalan que a la hora de despertar sentimiento de empatía importa tanto la especie como la edad. Sin embargo, la variable que parece explicar más nuestra respuesta emocional en estos casos no es la especie del ser que está en peligro, sino el grado en el que percibimos que es un ser desvalido e indefenso. De este modo puede explicarse por qué un perro adulto nos despierta más compasión que un ser humano de 30 años. El primero nos parece menos capaz de proteger su propia vida porque vive en un mundo controlado por nuestra especie.
Hora de elegir: ¿salvarías a un humano o a un animal?
En otro experimento dirigido por miembros de la Georgia Regents University y el Cape Fear Community College, varios investigadores se centraron en ver cómo empatizamos con los animales cuando toca enfrentarse a un dilema moral. Concretamente, se propusieron ver en qué medida nos comportamos mejor con animales o con humanos usando como muestra un grupo de 573 personas de prácticamente todas las edades. Estos participantes fueron puestos en una situación hipotética en la que un autobús descontrolado ponía en riesgo la vida de dos seres (un humano y un perro) y debían elegir a cuál de los dos salvar.
Los resultados de este estudio, publicados en la revista Anthrozoos, muestran una vez más cómo la empatía con mascotas o humanos no puede predecirse sólo atendiendo a la especie a la que pertenece la víctima potencial. A la hora de dar una respuesta, los participantes tuvieron en cuenta quién era el humano en riesgo y quién era el perro. El 40% de las personas prefirieron ayudar al can cuando este era descrito como su mascota y el humano era un turista anónimo, y sucedió algo parecido cuando la persona era alguien desconocido de la misma ciudad (un 37% se decantaba por salvar al perro). Pero sólo un 14% prefería salvar al perro cuando tanto él como la persona eran anónimos.
Curiosamente, además, las mujeres que participaron en el experimento mostraron una propensión mayor a ofrecerle protección al cuadrúpedo. Más o menos, la posibilidad de elegir salvar al perro se doblaba cuando quien respondía era una mujer.
Animales de primera... y de segunda
Por supuesto, este último experimento se mueve en el terreno de lo imaginario, y posiblemente no se corresponda exactamente con lo que ocurriría en una situación real. Pensándolo bien, algo me dice que si se produjera realmente un escenario en el que un autobús se abalanza sobre una persona y un perro la reacción instintiva de la mayoría de observadores no sería la de decidir a cuál de los dos salvar con un empujón oportuno. Sin embargo, no deja de ser curioso comprobar cómo algunos animales han conseguido introducirse en el área de nuestras operaciones morales y son capaces de ser tratados como seres hacia los que orientar nuestras decisiones y nuestra ética.
A pesar de esto, sabemos que ser un animal de una u otra especie influye mucho en la manera de ser considerado. Sólo hace falta ver cómo algunos gatos han conseguido adueñarse de Youtube, mientras otras especies (mosquitos, arañas, ratones, aves de rapiña...) parecen despertar en gran parte de la población unas tremendas ganas de matar.
La especie importa, sí, pero no lo es todo. Puede que sólo empaticemos espontáneamente con algunas especies preparadas evolutivamente para vivir con nosotros y que el resto sean tratadas como poco más que materia prima de la industria cárnica, pero de momento sabemos que no estamos programados para proteger sólo a los de nuestro linaje. Nuestros parientes más lejanos son perfectamente susceptibles de ser considerados tan importantes como cualquier persona, si no más.