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Por qué las personas con menos recursos son más altruistas


Hace décadas, se creía que los seres humanos basan su gestión de los recursos básicamente a partir de un cálculo económico basado en los costes y beneficios. Según esta idea, todo aquello que hacemos en relación a los demás responde a una reflexión previa sobre lo que perdemos o lo que ganamos al elegir cada opción.

Sin embargo… ¿dónde queda el altruismo en esta fórmula? Si la concepción de la mente humana basada en los cálculos económicos ha perdido fuerza es en parte porque muchas de las cosas que hacemos al interactuar entre nosotros tienen que ver más con la empatía, los sentimientos de identificación y la manera de concebir la convivencia que con la voluntad de ganar poder y no perder el que tenemos. Y el hecho de que las personas que menos tienen sean las más altruistas es un ejemplo de esto.

El altruismo en las personas con menos dinero

Si actuásemos de manera totalmente racional y siguiendo los cálculos económicos (es decir, guiándonos por la lógica de los números) habría que esperar que las personas más ricas fuesen las que están más dispuestas a ser altruistas y ceder parte de sus pertenencias, y que las personas pobres fuesen las más reacias a compartir, dado que van con aprietos a la hora de asegurarse los medios de subsistencia. Sin embargo, varios estudios indican que, más allá de la teoría, en el mundo real ocurre más bien lo mismo: las personas con menos dinero son las que dan más a otros, y lo hacen voluntariamente.

Por ejemplo, en una investigación cuyos resultados fueron publicados en el año 200 en la revista Health Psychology se comprobó que las personas con una menor capacidad adquisitiva (determinada a partir de variables como el nivel de ingresos, de educación y el tipo de oficio o profesión) estaban más dispuestas a dar dinero a causas benéficas, además de tender a adoptar una actitud más abierta y receptiva ante personas desconocidas que necesitasen ayuda.

Por otro lado, la tendencia a ser más altruistas de las personas provenientes de entornos socioeconómicos más humildes ha sido registrada incluso en niños y niñas en edad preescolar. ¿Cómo se explica esto? Desde luego, no atendiendo a la racionalidad, entendida como una serie de estrategias para conservar lo que se tiene y ganar más. Veamos a qué se debe.

Menos recursos, más activo social

A la práctica, quien tiene pocos recursos materiales, no se limita a vivir la vida de las clases medias o adineradas pero con muchos menos medios: si manera de vivir es cualitativamente diferente, y el modo en el que se establecen relaciones sociales es una de estas diferencias.

La pobreza es la situación por defecto en la que a lo largo de los siglos ha vivido la mayoría de la población. La riqueza, o la capacidad para vivir sin grandes preocupaciones económicas, es la excepción, no la norma. Así pues, grandes comunidades de personas se han visto al mismo tiempo en la pobreza, y a través de las generaciones han hecho algo al respecto: asociarse, crear redes vecinales y de protección, que pueden llegar a extenderse a personas de otras comunidades.

Como no hay hábitos que a la larga no modifiquen las ideas, las comunidades de personas con pocos recursos han ido interiorizando la idea de que el individualismo es algo dañino que trae problemas ante la amenaza de la pobreza extrema, así que es necesario adoptar una mentalidad colectivista. De ahí, pues, que el hábito de ayudar a los demás se convierta en algo perfectamente esperable en cualquier contexto en el que alguien necesite ayuda. Se trata de una tendencia cultural y de identificación entre iguales, una lógica necesaria para que los grupos de personas sin recursos se mantengan y sean estables.

En cambio, las personas de clase media o alta residentes en ciudades tienen pocos motivos para crear vínculos sociales complejos de solidaridad, por lo que la ayuda es vista más bien como una decisión personal, algo sin relación con el funcionamiento de la comunidad.

Conviene no mitificar

Este tipo de fenómenos psicológicos pueden llevarnos a pensar que las personas de orígenes más humildes viven una vida más auténtica, honesta o incluso feliz: a fin de cuentas, sería más frecuente que se comportasen de la manera que identificamos como éticamente correcta. Sin embargo, conviene recordar que la pobreza tiene impactos muy negativos sobre todas las áreas de la vida: salud, educación y capacidad para criar niños y niñas.