¿Eres consciente de tu capacidad de cambiar cómo percibes tu vida?
Se habla mucho acerca de que, para llegar a tener una mejor calidad de vida, es importante cambiar de hábitos y adoptar otros más acordes a aquello que se quiera lograr.
También se suele decir que, para lograrlo, hay que ser realistas y renunciar a toda aquella clase de actividades para las que no tenemos un cierto talento para no frustrarnos una y otra vez, de manera que nos ciñamos únicamente a aquello que encaja con nuestras aptitudes y predisposiciones innatas.
Esta clase de creencias, si bien tienen parte de razón, son incompletas y no sirven para entender la globalidad del proceso del desarrollo personal. Y es que dejan fuera de la ecuación una variable fundamental: la posibilidad de ser conscientes de las limitaciones de la perspectiva que hemos adoptado y de ajustar nuestra percepción de la realidad para ayudarnos a encontrar nuestro potencial.
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La consciencia no es la opción por defecto
A veces se habla de la parte inconsciente de la psique humana como si fuese una limitación, un defecto de la mente humana que no nos queda más remedio que llevar a cuestas, intentando que sea lo menos problemático posible. Es decir, se parte de la idea de que el ser humano ideal es capaz de ser consciente de cuantas más cosas mejor. Pero esto no tiene ningún sentido.
Lo normal en cualquier ser vivo con sistema nervioso es que no sea consciente de las cosas que ocurren en su cuerpo o a su alrededor. Tan solo hay que echar un vistazo a la naturaleza para darnos cuenta de que existen miles de especies animales de las que apenas se puede decir que sean conscientes: en todo caso, reaccionan a señales químicas y a ciertos estímulos relacionados con la gravedad, la posición o los campos magnéticos del planeta Tierra, y poco más. E incluso salvo contadas excepciones, los mamíferos no suelen tener la capacidad de ser conscientes de su “Yo”, de su propia individualidad: por ejemplo, muy pocos se reconocen en un espejo.
Esto es así porque la plena consciencia, el hecho de sabernos seres pensantes y ubicados en un espacio y en un momento determinado, es una capacidad relativamente reciente en el árbol de la evolución de las especies. Lo normal es existir sin ser capaz de asumir esa idea del “Yo”, porque lo más importante es contar con otra clase de habilidades más orientadas a la supervivencia a corto plazo.
Pero los seres humanos hemos desarrollado un grado de complejidad psicológica que nos permite acceder a un estado de consciencia muy completo, y a lo que se conoce como la metacognición: podemos pensar en nuestra capacidad de pensar, y en el hecho de que pensamos unas cosas y no otras dadas una serie de circunstancias. Por ejemplo, nos resulta natural apagar el televisor cuando vamos a trabajar, adelantándonos al hecho de que pueda distraernos.
Esto no quita que la mayoría de cosas sigan estando fuera de nuestra consciencia (no tenemos un conocimiento infinito e inmediato acerca de todo lo que existe y ocurre en el Universo), pero es normal que esto sea así: nuestra capacidad de ser consciente es limitada porque solo existe como un recurso para ayudarnos a aprender del entorno y de nosotros mismos. Pero aunque no sea una consciencia ilimitada, sí es muy flexible, y podemos aprender a reorganizarla y reorientarla en prácticamente cualquier circunstancia. También para replantearnos lo que creíamos saber y para aprender de nuestros errores.
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El valor de detenernos a pensar
En el inicio de este artículo señalaba que para mejorar en algún aspecto de nuestras vidas, no todo pasa simplemente por abrazar nuevos hábitos. Si por aplicar a nuestro día a día nuevos hábitos entendemos interactuar con el entorno y con los demás de otra manera (por ejemplo, salir a correr, hacer amigos de otra manera, etc.), esta clase de acciones pueden estar muy bien, pero por sí solas no tienen por qué aportarnos algo positivo. Y es que tan necesario como interiorizar nuevas rutinas al relacionarnos con el mundo exterior y con quienes lo pueblan, es interiorizar nuevas rutinas de gestionar de interpretar nuestros pensamientos y emociones.
Si tan solo te planteas reproducir nuevos patrones de conducta como ir al gimnasio o aprender a cocinar, seguirá faltando recorrer parte del trayecto: plantearte, por ejemplo, por qué se te han ocurrido esos objetivos y no otros. O pararte a considerar cómo has analizado tus problemas y necesidades para asumir que esas acciones te harán más feliz o conectarán con lo que de verdad te motiva.
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Reformulando tus limitaciones
También señalaba al principio que no todo pasa por asumir que tienes una serie de defectos e imperfecciones que delimitarán aquello que te hará feliz. Si bien esta idea es cierta en abstracto (por ejemplo, no tiene sentido que te plantees que solo puedes ser una persona plena si aprendes a volar como un pájaro), en la práctica suele ser un coladero de potencial.
Y es que aunque las imperfecciones y los defectos están ahí, tendemos a asumir una manera muy determinada de identificarlos e interpretarlos: suele ser a través de la presión social que nos llega a través del mundo de la moda, de los cánones de belleza imposibles, de la exaltación de la extrema juventud, de lo convencionalmente popular, etc.
Es, en el fondo, una manera muy rígida de asumir cuáles son nuestros límites, un marco de interpretación que en ningún caso nos pertenece ni encaja con lo que nos interesa, sino que nos ha sido impuesto culturalmente. Es por eso que muchas personas que creen estar replanteándose sus objetivos y metas en realidad están haciendo todo lo contrario a un ejercicio de flexibilidad mental y creatividad para definir lo que les puede hacer felices: se limitan a reproducir expectativas y roles transmitidos a través de los anuncios de televisión, las películas taquilleras, el espejismo de la vida de los influencers, etc. A pesar de ser arbitrarios, son límites que muchas personas interiorizan como si tan solo se les hubieran ocurrido a ellas.
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La clave es la flexibilidad al interpretar tu vida
En definitiva, para proponernos nuevas metas y renunciar a otras es necesario no únicamente adoptar nuevas rutinas, sino además aprender a reinterpretar aquello que dábamos por sentado acerca de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Lo que un día nos pareció un obstáculo que jamás podremos superar puede pasar a ser algo que podemos usar en nuestro provecho, y lo que antes nos parecía una llave a la felicidad, examinado de cerca, puede revelarse como una coartada moral que usamos como excusa para no hacer lo que de verdad nos llena.