El hábito de postergarlo todo: procrastinación
Hay una habitación repleta de libros y trastos que no se usan, pero tampoco se regalan, reciclan o venden.
Existe una aspiración por estudiar una carrera profesional desde hace años, pero nunca se toma la decisión de hacerlo y dar comienzo al desarrollo de una vocación.
Se sabe que un ensayo tiene un plazo de entrega exacto, y hay que sentarse a escribir, pero quizás ver una película resulte más tentador. Finalmente, la procrastinación, éste hábito de postergarlo todo para más adelante, termina siendo la gran triunfadora.
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¿Qué entendemos por procrastinación?
Etimológicamente, “procrastinación” proviene del latín: pro, adelante, y crastinus, referente al futuro, postergación o posposición. Por tanto, la procrastinación puede ser definida como la tendencia a perder el tiempo, demorar y posponer intencionalmente tareas o situaciones en lugar de afrontarlas.
Se trata de un proceso irracional, dado que la prioridad de sentirse bien en el momento presente se impone por sobre sus consecuencias negativas. Hablamos de irracionalidad, en tanto la persona es consciente de sus implicancias, y aun así continúa perpetuando dicho accionar.
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Sus causas
El hábito de aplazar nuestras actividades tiene mucho que ver con la reparación del estado de ánimo en el corto plazo, en tanto que nuestra mente se debate entre el deber y el querer, la gratificación momentánea y la de largo plazo, evitando de esta manera aquellas emociones que puedan tornarse difíciles.
Así, las personas terminamos atrapadas en este círculo irracional de procrastinación crónica, haciendo de la dilación una forma de vida, provocando una sensación de caos y de frustración debido a la acumulación de tareas pendientes.
Ahora bien, la procrastinación no debe ser entendida como un defecto del carácter o un hechizo misterioso que ha caído sobre nuestra facultad para organizar el tiempo, sino a una incapacidad para regular estados de ánimo negativos en torno a una tarea: ansiedad, inseguridad, aburrimiento, frustración, resentimiento y más.
Hay personas especialistas en postergar, comportándose así de manera continuada porque, de alguna manera, creen que el día de mañana será más adecuado para llevar a cabo las actividades pendientes. No obstante, el alivio temporal que sentimos cuando procrastinamos es lo que termina desembocando en un círculo aún más vicioso. No se debe entender a la procrastinación como una conducta esporádica, sino un círculo, que fácilmente termina derivando en un hábito crónico y en un incremento de angustia y estrés, aumentando la procrastinación y por ende, el malestar.
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¿Qué hacer?
Desafortunadamente, no podemos simplemente decirnos a nosotros mismos dejar de hacerlo. Y a pesar de la abundancia de los “tips de optimismo y organización”, que se enfocan en cómo “solucionar” el trabajo, estos no abordan de raíz la causa de la misma.
La autoconciencia es un aspecto clave para entender por qué procrastinar nos hace sentir mal. Cuando procrastinamos, no solo somos conscientes de que estamos evadiendo la tarea en cuestión, sino también que hacerlo sea probablemente una mala idea. Y aun así, lo hacemos de todas maneras.
En este punto, lo esencial es entender que la procrastinación es un asunto de emociones, no de pereza. La solución no radica simplemente en descargar aplicaciones que nos indiquen como hacer un mejor uso del tiempo, sino que implica el poder enfrentar nuestras emociones de una manera diferente.
Para reconfigurar cualquier hábito, tenemos que poder darle a nuestro cerebro una recompensa preciada, encontrar lo verdaderamente valioso detrás de esas acciones, visualizando el objetivo a largo plazo y el beneficio del mismo para poder lidiar de un mejor modo con aquellas emociones que puedan resultar desafiantes y complicadas.
Seguramente hayamos estado en esta encerrona muchas veces, recordar situaciones en las que hemos superado dicha dificultad posiblemente nos resulte de gran ayuda. Muchas veces las personas esperan estar motivadas para actuar, esperando a ser tocadas por un “rayo motivador”. En tanto, la experiencia nos demuestra que la motivación aumenta cuando se comienza a hacer lo necesario para lograr algo que sea verdaderamente importante para nosotros.
En definitiva, cambiar de hábitos está al alcance de todos. Para ello necesitamos de dos ingredientes fundamentales: escoger un cambio que sea coherente con nuestra escala de valores, y sostenerlo, a pesar de las diversas inclemencias, hasta finalmente terminar convirtiéndolo en un hábito sostenido.