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A peor autoestima, mayor fanatismo


Los seres humanos somos una especie gregaria. Es decir, desde tiempos ancestrales hemos vivido en comunidad. Por esa razón, pienso que intentar comprender como funciona el cerebro separándolo de la cultura y la sociedad a la que pertenece es tan artificial y absurdo como pretender estudiar los hábitos de un pez sacándolo del agua. Somos seres sociales, nuestra identidad se construye en parte en función de la mirada de los demás.

Lo mismo es válido para la autoestima. La opinión que tenemos de nosotros mismos, es la amalgama final de la interacción de muchos factores internos, como nuestro temperamento y características de personalidad, con factores externos; es decir, todo lo que proviene del medio ambiente, como la educación que nos dieron nuestros padres o el barrio en el que crecimos.

No es raro entonces plantear que nuestro sentido de valía personal depende en gran medida del grupo al que pertenecemos. El concepto que tenemos de nosotros mismos queda configurado no solo por nuestra identidad personal, sino también por una identidad social.

El vínculo entre autoestima y fanatismo

El sentimiento de pertenecía que se desprende del hecho de ser miembro de un grupo puede así contribuir a fortalecer o debilitar nuestra autoestima. Por lo tanto, cuantas más características positivas le otorguemos a nuestro grupo, ya se trate de un partido político, un club de fútbol o lo que fuera, mejor nos sentiremos con nosotros mismos.

La identidad social se fusiona con la identidad personal, y eso tiene un impacto directo sobre la autoestima. Si pienso que el grupo que me ha acogido es fantástico, eso me convierte también a mí, como ser individual, en un ser fantástico. Y es aquí donde encontramos el germen del fanatismo: Quienes luchan con tenacidad (e incluso muchas veces mueren literalmente en esa lucha) para defender los estandartes del grupo, en última instancia están defendiendo su propia autoestima, a la que sienten peligrar.

Las investigaciones en psicología postulan una ecuación simple: cuanto más pobre es nuestra autoestima, mayor es la necesidad de identificación con una comunidad poderosa que nos ayude a repararla o al menos sostenerla. Cuanto más inseguros nos sentimos y dudamos de lo que valemos, más fuerte es el impulso de poner a salvo nuestro orgullo personal asociándolo a un grupo sólido de pertenencia.

Por supuesto, esta ecuación no es matemática; es decir, no aplica al 100 % de las personas. Pero sí aplica a muchas de ellas. Al menos en occidente, que es el lado del planeta de donde provienen las investigaciones, la correlación entre baja autoestima y fanatismo es significativa. Lo que siento que yo no tengo, busco que me lo provea el grupo. Tenemos aquí la tierra fértil sobre la que se erige, de manera muchas veces acrítica, algunos de los peores defectos que tenemos como especie. He aquí algunos ejemplos.

1. El nacionalismo

Configurado como la absurda creencia de que nosotros somos mejores que los ciudadanos del país vecino por el simple hecho de haber nacido azarosamente de este lado de una frontera, y no del otro. El orgullo patriótico recrudece notablemente cuando además lo acompaña un sentimiento de moralidad que creemos inherente a nuestra sociedad, como la idea de que “Dios está de nuestra parte”, o “El bien siempre triunfa sobre el mal, y nosotros somos los buenos”.

2. El sectarismo religioso

Dejando de lado al fundamentalismo (por su obviedad) uno de los casos más notables en este sentido es el ocurrido en el año 1978 en Guyana, en donde más de 900 personas que conformaban la comunidad del Templo del Pueblo se suicidaron de manera sumisa e irreflexiva siguiendo las órdenes del pastor Jim Jones, el líder espiritual del grupo.

3. El dogmatismo de ideas

La polarización en grupos antagónicos que atacan o defienden una causa determinada suele ser un mal síntoma. El reciente debate por la despenalización del aborto en Argentina es un claro ejemplo, que llevó a buena parte de la sociedad a dividirse en dos bandos opuestos e irreconciliables, donde los aspectos morales y los argumentos científicos quedaron relegados a un segundo plano, eclipsados por una discusión superficial en la que no importaba el arribo a conclusiones lógicas, sino la victoria de la propia postura sobre la contraria. En este sentido, culpar a alguien más o demonizar al adversario, nos provee la excusa perfecta para no hacernos cargo de nuestras propias frustraciones.

3. La afiliación política a ultranza

El gran mérito de Adolf Hitler, y que le permitió llegar al poder en la década del 30 en Alemania, fue decirle al pueblo exactamente eso que necesitaba oír, en el momento oportuno. La moral alemana había quedado devastada luego de la gran guerra. En ese contexto de crisis generalizada y una autoestima social alicaída, Hitler supo cómo canalizar la frustración de la gente y hablarle para que empezaran a sentirse nuevamente orgullosos de quienes eran.

Con una autoestima tan deteriorada, incluso un pueblo educado como el alemán no pudo evitar resistirse a empoderar a Hitler con los resultados que ya todos conocemos. “Es más fácil engañar a la gente, que convencerlos que han sido engañados”, decía Mark Twain.

4. La “pasión” deportiva

Especialmente en el fútbol, en cuyos estadios muchas veces se desarrollan verdaderas batallas campales. En relación a este último punto es habitual escuchar a mucha gente decir cosas como: “¡Ganamos, somos los mejores!” (cuando el equipo por el que simpatizan triunfa) poniendo en evidencia el deseo personal de alcanzar la mayor identificación posible con su grupo. Por el contrario, difícilmente vamos a escuchar a alguien exclamar: “¡Perdimos, somos los peores!” (ante la amarga derrota). En este segundo caso, lo esperable es no involucrarse y tomar distancia del equipo vencido para no quedar asociados a la deshonra: “¡Perdieron, son los peores!”

Conclusión

Solo aquellos que no se sienten bien parados en la vida tratan de mejorar su autoimagen vinculándola a personas exitosas. No buscan el prestigio en sus propios logros, sino en el de alguien más. En el otro extremo, quienes tienen una buena opinión de sí mismos no necesitan reforzarla apelando a la gloria ajena.

Es válida la premisa de que a mayor intransigencia con respecto a una idea o doctrina, es probable que más deteriorada se encuentre la autoestima y el sentido de identidad personal del individuo que la pregona. Llegamos a sentirnos superiores (en todas las formas posibles) en la misma medida en que nos convenzamos de que nuestro grupo es el mejor, y esta es una de las peores falacias en las que podemos caer.